La Orquesta Sinfónica de Galicia ha abierto el año Bruckner con la monumental Novena sinfonía. Para ello contó con una batuta de lujo, Juanjo Mena, experto bruckneriano que optó por programar la obra en solitario, permitiendo de esta manera que, desde el mismísimo arranque de la velada, toda la atención se centrase en la ejecución de la sinfonía.
Mena, como es habitual en él, no separó los primeros violines y ubicó las tubas wagnerianas en una posición central al fondo del escenario. Es crucial en cualquier interpretación de esta obra la declaración de intenciones que la inicia: un crescendo de aproximadamente ochenta compases que evoluciona desde un silencio absoluto hasta un fortissimo abrumador. La manera en que Mena moldeó las dinámicas y controló el fraseo fue, sencillamente, magistral. Infundió vida a las precisas interjecciones de las maderas y a las sutiles llamadas de las trompas, revelando una conexión con el inicio de la Primera sinfonía de Mahler que nunca antes había percibido. Tras un sobrecogedor tutti enfrentamos el tema lírico. Abierto a múltiples interpretaciones, Mena, evitó lecturas efusivas o románticas, dilatando el tiempo al máximo, aunque sin caer en la hipertrofia de su maestro Celibidache. Aun así, fue una aproximación en la que cada nota se suspendió en el aire, creando una sensación de tiempo detenido. Sin embargo, en ningún momento se cayó en la monotonía. El gran clímax central, construido con secuencias repetidas de creciente intensidad, liberó de forma grandiosa toda la tensión acumulada. La conclusión del movimiento no decepcionó, tanto en el cataclísmico tutti previo, como en la coda, plena de expectativa magníficamente resuelta.