La Sinfónica de Galicia dirigida por Michail Jurowski abordó un atractivo programa conformado por dos amplias obras representativas de la evolución del lenguaje musical ruso en el primer tercio del siglo XX.
La primera parte, con la participación solista del irlandés Barry Douglas, estuvo protagonizada por una de las partituras más emblemáticas del repertorio pianístico: el Concierto para piano y orquesta nº 3 en re menor de Rachmaninov. A pesar de su popularidad, un siglo después de su creación sigue planteando el mismo reto que el propio Rachmaninov apuntaba en el momento de su estreno: la dificultad de integrar el complejo acompañamiento orquestal con la exuberante parte solista. En esa dialéctica, Jurowski optó por ceder el protagonismo al solista hasta el punto de que éste no tuvo el más mínimo problema para hacerse oír por encima de la amplia plantilla orquestal en ningún momento. En esta interpretación pianocéntrica Barry Douglas mostró sus dotes de intérprete extremadamente virtuoso y musical, cualidades que en los tiempos del telón de acero le llevaron a conquistar el Premio Tchaikovsky de Moscú.
La interpretación del primer movimiento basculó en torno a su cadenza central. De las dos cadencias disponibles, Douglas interpretó la más habitual, la alternativa también conocida como ossia. Su febril despliegue pirotécnico se convirtió en la justificación de todo el discurso previo y posterior a la misma. En ese sentido, Jurowski acertó plenamente en la difícil misión de hacer que este abrumador pero prematuro clímax no agotase el discurso emocional del movimiento.
Estando exenta de los problemas de balance citados, la interpretación del segundo movimiento, el Intermezzo: Adagio, se erigió como el momento más sublime y logrado de la interpretación. Un arrebatado Douglas se aglutinó a la perfección con las exuberantes cuerdas y metales. Igualmente, el diálogo con las maderas solistas estuvo perfectamente fraseado por Jurowski, dando vida a idiomáticas intervenciones.
En el Alla breve final una vez más Douglas lideró la interpretación, con una vertiginosa y vigorosa intervención. La orquesta, contagiada de la fuerza de su pianismo, aportó ese dinamismo y flexibilidad que se había echado en falta en algunos momentos del primer movimiento. Douglas coronó su colosal lectura con el belicoso crescendo, el cual por cierto, tendió un sugerente puente con la Tercera Sinfonía de Prokofiev interpretada en la segunda parte. Este dio paso a su breve pero poderosa cadencia y a la triunfal y exultante coda en la que Jurowski sí extrajo de la orquesta la máxima energía y carácter. Merecidísimos bravos y vítores a los que Douglas respondió haciendo que el tiempo se detuviese en el Palacio de la Ópera coruñés con una sentidísima interpretación del Otoño del ciclo Las estaciones de Tchaikovsky