Orfeo afronta un tema conocido desde la Antigüedad, presente en la Edad Media y que vuelve constantemente, cada vez de manera más metafórica, en la Modernidad, a saber, el viaje hacia las profundidades del Hades. Pero la versión de Monteverdi añade un elemento que cobra una fuerza particular y que en cierto modo justifica esa idea –inexacta en términos historiográficos– según la cual Orfeo es la primera ópera: ese elemento es la centralidad de la música, tanto en el entramado narrativo como en el uso de los recursos instrumentales y vocales. Se impone en ese plano metanarrativo una lectura en la que la favola in musica expone a la música misma, en una inversión de la narración que permite a la genialidad compositiva de Monteverdi emerger con toda su potencia. Y hago este preámbulo para constatar cómo tal vez la mejor interpretación en obras tan emblemáticas como Orfeo sea la que deja brotar el texto, haciendo brillar sus detalles.
Así fue la intención de Europa Galante con Fabio Biondi a la cabeza, el Cor de Cambra del Palau de la Música y los varios solistas. El violinista y director italiano impuso unos tempi muy sosegados en el primer acto, y en los primeros números faltó algo de potencia y solemnidad. La sensación era la de no querer excederse, pero el conjunto sonó algo frío. Las intervenciones vocales de este primer acto fueron correctas: Monica Piccinini mostró sus notables cualidades –destacando el apropiado fraseo y un bello timbre– en el rol de La Musica, Mineccia, Buzza y Pompeu se alternaron con eficacia en los roles de los pastores, así como el coro que fue progresivamente alcanzando un empaste más rotundo, según avanzaba la obra.
Pero es a partir del segundo acto y especialmente con la aparición de la Mesaggera –Marina di Liso– que la obra nos empieza a envolver. La contralto italiana supo expresar todo el dramatismo del anuncio de la muerte de Euridice, con una buena implicación y atención al texto, subrayada de manera excelente por el continuo. En esta atmósfera, el personaje principal, el Orfeo de Ian Bostridge, comenzó a tomar cuerpo, pasando de las iniciales y más desenfadadas intervenciones, al carácter más meditativo que alcanzó su clímax en los actos tercero y cuarto. Bostridge posee la experiencia y las habilidades para desempeñar todas las facetas de un personaje que conoce bien, pero plasmó los momentos más convincentes cuando se mantuvo cercano al texto, expresando el “parlar cantando” que el propio Monteverdi tuvo como principal faro a la hora de componer su obra.