Nueva sorpresa para los asiduos del Auditorio Nacional. Anunciaba la megafonía que por circunstancias sobrevenidas la primera obra programada -la obertura de Orestíada de Taneyev- no se iba a interpretar. Mala suerte para un compositor que se programa más bien poco, y para una audiencia que esperaba una auténtica tragedia, ya saben, asesinatos, venganzas y apoteosis. Directos, pues, al Concierto para piano y trompeta de Shostakovich, una composición genial y disparatada, a ratos divertida, siniestra, endiablada, de esas que lo zarandean a uno de un lado a otro del abanico anímico, pues toca todos los estados, pero no se decide por ninguno.
Una brillante escala y una cómica cadencia conclusiva abrieron el concierto. Los solistas se mostraron seguros y compenetrados en este arriesgado inicio, y sugirieron una interpretación amena y un tanto bufona. Tras una breve intervención del piano, el director Semyon Bychkov dio la entrada a las cuerdas, y éstas presentaron una claridad en la pronunciación y una agilidad en el ritmo insuperable. Un comienzo, sin duda, prometedor. Pero ocurrió que esta maestría de la orquesta dio el contraste a un pianista que no parecía sentirse en su elemento y que mostraba una cierta despreocupación por el discurso en su conjunto. Emborronado en sus conjunciones con la orquesta, tampoco se terminó de acomodar a las exigencias del diálogo musical con la trompeta.
Sin embargo, si bien incómodo en el conjunto, el pianista mostró en los pasajes a solo un sonido y una variabilidad dinámica encomiables que además fueron in crescendo en el Allegro con brio. Llegado el punto culminante, atacó un trino y acometió un finale imposible, plagado de trampas y dificultades, que vino a poner fin a una primera parte desigual, pero feliz.
La idea subyacente era que sería interesante escuchar al pianista tocando solo, para poder apreciar mejor sus destrezas individuales, pero las propinas las protagonizó todas Manuel Blanco: tres, nada menos. Además, el trompetista de la Orquesta Nacional presentaba su debut discográfico, y quiso ofrecer al público una muestra de sus cualidades musicales. Sobre estas, ninguna pega, pero habría sonado mejor acompañado por un pianista entusiasta que pudiera aportar un sustento más vigoroso a su interpretación.
La cosa cambió cuando la Orquesta y el director se quedaron solos con la Primera sinfonía de Tchaikovsky. Uno se pregunta por qué se interpreta tan poco esta obra en favor de otras que son más trágicas. Y no hay que dejarse engañar con los sobrenombres de los movimientos “Sueños de un viaje de invierno”, “Tierra lóbrega, tierra de nieblas”, pues la Sinfonía parece más una contemplación de estos paisajes que una vivencia de los mismos. La melancolía está presente, desde luego, pero la formación supo evitar regodearse en este temperamento por medio de un abrumador sentido del pulso magistralmente marcado por el director.