Per aspera ad astra: las constelaciones, la vida celestial, las variaciones que forjan el camino. Todo ello podría resumir, que no agotar, el programa Sinfónico 16 que contaba con el director invitado Cornelius Meister y la solista Alexandra Dovgan. Programa variado que acomunaba obras de Raquel García-Tomás, Rajmáninov y Mahler, pero conducido con coherencia y continuidad por el maestro alemán.
Las constelaciones que más brillan, obra de la compositora catalana, que se estrenó el año pasado con la Orquestra Simfònica de Barcelona, tiene una estructura circular, como si de un viaje a la órbita se tratara, en el que se van acumulando recursos sonoros para luego volver a la simplicidad inicial. Es un universo tímbrico propio, con una estética que apunta a la atemporalidad, sin abuso de disonancias agresivas o brusquedades. Meister y la Orquesta Nacional de España interpretaron la obra con atención, equilibrio estructural y un empaste meticulosamente calibrado.
La Rapsodia sobre un tema de Paganini, op. 43, se sitúa en un hemisferio caracterial distinto, aunque igualmente requiere gran ingenio orquestal. Por el lado pianístico, Alexandra Dovgan fue una solista de inteligente discurso, muy ágil y resuelta, afrontó cada una de las variaciones con detalle e intentando diversificar su toque. Puede que todavía le falte cierta robustez en el sonido y sí que se percibió alguna que otra incerteza en las construcciones de las frases, lo cual es perfectamente comprensible al tratarse de una pianista de tan solo 17 años. Tiene sobradamente los medios y aún más las potencialidades para convertirse en una de las grandes virtuosas en un futuro no tan lejano. Meister acompañó con brillantez, con un enfoque concertante, en el que resaltó las cualidades individuales de los miembros de la ONE, y con un empaque generoso pero cristalino, distinguiendo meridianamente las varias capas sonoras.
La vida celestial apareció en la segunda parte con la Cuarta sinfonía de Mahler, la más luminosa y bucólica del compositor bohemo. Meister orientó la obra hacia su sentido más lúcido: por un lado la cuerda devolvió un empaste interesante, con contrastes controlados y una sonoridad bastante diáfana. El viento madera tuvo mucho protagonismo, aunque Meister acentuó con un punto de exceso la distinción entre planos sonoros, lo cual, sobre todo en el primer tiempo, desembocó en una atmósfera demasiado festiva para el gusto de quien escribe. El segundo movimiento fue desarrollado correctamente alternando los temas contrastantes y ese toque de acidez que tiene estuvo bastante refrenado en favor de una mayor fluidez del entramado melódico. El maestro alemán resaltó aquí también esa dimensión concertante con el protagonismo del concertino Miguel Colom, así como en el movimiento sucesivo con el brillante desempeño del oboe solista Robert Silla. Seguramente fue el Ruhevoll el tiempo más logrado: desgranado con refinado sosiego, con una cuerda calibrada perfectamente, un fraseo reflexivo y una articulación notablemente dosificada hasta el clímax. En el final de la obra participó Vera-Lotte Boecker dando la voz al lied de Des Knaben Wunderhorn. Se trata de un texto algo infantil, jocoso, aunque irremediablemente nostálgico, de la nostalgia más profunda que es aquella por lo que nunca se ha vivido. Boecker cantó con gusto aunque su voz es algo opaca en el registro agudo y no particularmente ágil, por lo que hubo algún momento emborronado en su entente con la orquesta.
Se trató de una velada guiada por el interesante criterio musical de Meister, un director acostumbrado a transitar entre el repertorio operístico y el sinfónico, con las participaciones de jóvenes talentos como Dovgan y Boecker y una Orquesta Nacional que respondió colmando las expectativas, como ya nos tiene acostumbrados, y transitando por el camino que lleva a las más altas constelaciones.
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