Reunir en el mismo programa el Concierto para piano de Ravel y la Sinfonía núm. 5 de Mahler requiere artes de demiurgo. Amén de la insoslayable dificultad técnica que cada intérprete debe enfrentar en ambas composiciones, la partitura somete a un incombustible ejercicio de creación: la génesis de múltiples universos, fulgurantes y abigarrados, que se suceden precipitadamente en un torrente catártico. Semejante tolvanera de emociones sólo puede desencadenarse cuando comparecen una orquesta solvente, un solista de gran calibre y una batuta capaz de cartografíar y exprimir la feracidad del paisaje. Sustituyan cada elemento por la SWR Symphonieorchester, Tzimon Barto y Christoph Eschenbach: la fórmula será adecuada.
El relato cosmogónico dio comienzo con la página de Ravel. Tras el saludo protocolario ante una Sala Sinfónica repleta, Eschenbach y Barto desplegaron un abanico tímbrico trufado de contrastes: el Allegramente, salpicado de sonoridades jazzísticas, destacó especialmente en sus momentos de pianissimo –notablemente elaborados por la fantasía del americano– y a través de las texturas oníricas de marcada impronta efectista, siempre ejecutadas en su medida correcta por la formación germana; el Adagio assai, escrito en mi mayor, transportó la acción hacia una atmósfera de nostalgia y ensueño, donde las voces solistas –flauta, oboe, clarinete y corno inglés– intercalaron su papel protagonista con el piano en perfecta comunión, engarzando un discurso de belleza cautivadora; por último, el Presto nos devolvió a sol mayor y a la vivacidad presentada en el primer movimiento, pero más concentrada y marcial, poniendo con entusiasmo el broche a una obra que figura por méritos propios entre lo más destacado del repertorio.
El auditorio supo apreciar la pericia y buen hacer en el acto creador y brindó a los intérpretes una prolongada ovación, especialmente dirigida a Barto, quien devolvió el gesto con generosa propina. La lección de virtuosismo se desarrolló bajo la atenta mirada del maestro Eschenbach, también ducho en el arte de la tecla, y terminó por meterse en el bolsillo a un público entregado.
Tras el receso y cambio de disposición en el escenario, considerablemente más poblado ahora, llegó el turno de Gustav Mahler. La Quinta sinfonía del bohemio-austriaco pertenece sin ningún género de duda a ese racimo de composiciones inmortales y mundialmente conocidas que agrupamos bajo el marbete de 'clásicos'. Y, en nuestra coyuntura particular, esto no se debe tanto a la fecha de producción (1902) como al elemento perenne de la factura artística: un material orgánico tan fértil que soporta la relectura ad infinitum, siempre guiada por el latido infatigable del impulso creador. Ciertamente se trata de un proceso que amenaza con dejar exhausto a todo el que se atreva a hacerle frente, como el propio Mahler declaró tras el primer ensayo: "¡Cielos! ¿Qué va a pensar el público de este caos en el que nuevos mundos se crean sin cesar, únicamente para caer arruinados un instante después?".