Si hay un director de escena que esté explorando territorios desconocidos para la ópera, ese es Romeo Castellucci. La temporada pasada asombró en Madrid con su fascinante Moisés y Aarón en el Real, y con su brutal Go down, Moses en los Teatros del Canal. En lo que prometía ser una de las producciones estrella del año en Europa, ahora une fuerzas con Kirill Petrenko, la Bayerische Staatsoper y el mejor elenco vocal que pueda encontrarse en la actualidad para embarcarse un nuevo Tannhäuser. Una ocasión perfecta y merecida para organizar una peregrinación a Múnich, para muchos, la nueva meca wagneriana.
No es sencillo ni recomendable hacer una interpretación estricta de los símbolos y narrativas que Castellucci utiliza en sus producciones. Como ha declarado en alguna ocasión, está más interesado en crear una constelación de significantes sugerentes, que solo obtengan su sentido final en el diálogo con el público. Aun así, este Tannhäuser es menos abierto a interpretaciones que otras de sus producciones. La tensión original entre el cielo y el infierno se transforma en un enfrentamiento entre la carne y el espíritu. Lo corporal inunda el escenario y sirve de hilo conductor para la historia: carnes deformadas, palpitantes y derramadas en el Venusberg; turgentes y ordenadamente coreografiadas para el Wartburg, y la honesta crudeza de cadáveres en descomposición en la redención hacia la eternidad.
Pero Castellucci no es solamente un autor conceptual, domina los efectos y la técnica escénica y los utiliza con una cadencia vertiginosa que se adentra a sabiendas en el exceso. No hay un momento de descanso en la sucesión de imágenes poderosas, la poesía visual nos conmociona y se altera en el mismo instante que se muestra, el continuo cambio es la norma. En analogía con la partitura, cabría hablar aquí de leitmotivs escénicos: los ya mencionados cuerpos, el círculo, las obstinación con los arcos y flechas, la fluidez de las cortinas inmaculadas, o ese inmenso iris de sangre que, tras más de una semana de la representación, se resiste a desaparecernos de la memoria.
A Kirill Petrenko hay que agradecerle, como siempre, su impecable maestría a la batuta, pero sobre todo su generosidad en el proyecto común con Castellucci. Su interpretación estuvo en todo momento al servicio de la escena, con la orquesta magistralmente subordinada al drama conceptual, en ocasiones llegando a desparecer casi por completo y basada en unas frases arrebatadas, intensas, pero extinguidas siempre un poco antes de tiempo. La música alcanzó su mayor protagonismo tan solo en la intimidad en los momentos solistas y en la grandiosidad de la comunión con los coros. Fue en todo caso una lectura intelectual, comedida y meditada, una aproximación atípica que nos descubre una nueva partitura, alejada de los habituales mares de suntuosidad romántica, y llena de elementos para asombro.