Si las habituales visitas de Jesús López-Cobos a la temporada de la Sinfónica de Galicia suelen estar protagonizadas por los pesos pesados del postromanticismo –Bruckner, Mahler o Strauss– en esta ocasión el director toresano traía a La Coruña un programa centrado en el período de transición entre el clasicismo y el primer romanticismo. Lo que a priori iba a ser una velada más relajada, menos excitante que las previas de la temporada, se convirtió, sin embargo, en una de esas noches que público y músicos recuerdan largo tiempo, gracias muy especialmente a la deslumbrante interpretación –en la segunda parte del concierto– de la Cuarta sinfonía de Beethoven.
Un López Cobos clarividente y en absoluta sintonía con los músicos exprimió al máximo el magnífico momento de forma de los mismos para dar vida a una Cuarta absolutamente inefable. No es Cobos un director propenso a dejarse arrastrar por arrebatos dramáticos y, ciertamente, así se desarrolló su Cuarta: con una intensidad efectiva pero en absoluto efectista. Su renuncia a la pomposidad nos permitió disfrutar de una conmovedora elocuencia construida en base a una sutilísima recreación de la partitura. La belleza y el refinamiento fueron una constante de principio a fin. Maderas y metales en estado de gracia, escuchándose y disfrutándose mutuamente, cuerdas elegantes e incisivas, con un sonido denso que llenó el Palacio de la Ópera –a pesar de su reducido número, pues no llegaban a la treintena– y un López-Cobos en estado de trance hicieron que la música fluyese con una naturalidad casi milagrosa. El director optó por disponer a los violines de forma antifonal, a sus dos lados, realzando su continuo diálogo, muy especialmente en el Andante. Hubo una coherencia interna en los tempi de los cuatro movimientos, y las dinámicas siempre fueron equilibradas, aunque por supuesto con poderosos clímax, perfectamente integrados en un discurso cohesionado.