Cuesta creer que Bomarzo haya estado durante tantos años ausente de los escenarios españoles. Estrenada con gran éxito en Washington en 1967, la obra maestra de Ginastera ha tenido una complicada historia escénica que ha impedido su afianzamiento en las temporadas europeas. Ojalá que esta nueva producción del Teatro Real, programada con mimo y devoción, suponga un hito en la recuperación de este compositor referente indiscutible de la ópera contemporánea en español.
Bomarzo, basada en la novela del escritor argentino Manuel Mujica Lainez (autor también del libreto de la ópera), narra la historia de Pier Francesco Orsini, accidentado heredero del ducado de Bomarzo en la Roma del siglo XVI. Jorobado, traumatizado y envuelto en las intrigas familiares que le llevan inesperadamente a heredar el título de duque, Pier Francesco recorre como un minotauro su propio laberinto de mármol y ambiciones. Con este brillante material literario, la ópera de Ginastera es una reflexión sobre el deseo de inmortalidad y el choque trágico entre lo físico y lo trascendente, a través de un torturado y doloroso ideal de belleza.
La estructura narrativa de la obra se entrelaza con la musical en un círculo de recuerdos y ensoñaciones provocadas por un supuesto elixir de inmortalidad que resulta ser un veneno, como se descubre en la escena final. La historia se desgrana en pequeños cuadros de la vida de Pier Francesco (siempre desde su más descarnada subjetividad), hilados con interludios orquestales donde Ginastera explota su inmenso talento compositivo y con los que empuja al espectador al abismo trágico.
El director de escena Pierre Audi ha entendido a la perfección el lenguaje ecléctico de Ginastera y logra plasmar su estilo fragmentario y simbólico en una puesta en escena caóticamente sugestiva. La galería de personajes de la familia Orsini está perfectamente definida con trazo de arquetipo y gesto de drama existencial, y comparten escena con siete jorobados de distintas edades, galería temporal de un cuerpo que se acerca a su final. Los figurines de Wojciech Dziedzic contribuyen a esa estilización grotesca, con la increíble caracterización de la abuela Diana Orsini o el jubón dorado de innumerables mangas de Pier Francesco en su coronación, a la vez duque y bufón.
En algunas escenas Audi logra altísima tensión escénica, como en la danza que pone fin al acto I y en la que todos los personajes presentados anteriormente confluyen en un siniestro carnaval. La escenografía de Urs Schönebaum encuadra la acción con una arquitectura móvil de tubos luminosos y el único elemento realista del parque de los monstruos, sustrato edénico del drama. De fondo, las sugerentes proyecciones de Jon Rafman juegan con los delirios ahora simbólicos, ahora surrealistas del protagonista, completando una puesta en escena sobrecargada de elementos, pero que logra con su bombardeo sensorial transmitir todas las aristas del drama.