Aunque de sobra es conocida la amplitud del repertorio pianístico de Pollini, este ingeniero del piano nos obsequió con un recital en el que se conjugaron dos cumbres del pianismo romántico: Schumann y Chopin. Entró concentrado, sin mirar al público y preparado para realizar la titánica tarea de ofrecer, con más de siete décadas en la espalda, un concierto de casi dos horas. Con una muestra de dominio técnico apabullante que no dejó indiferente a nadie y lejos de gestos innecesarios, el pianista interpretó el ambicioso Allegro en si menor, Op.8 de Schumann, con cuya cadencia inicial dio muestras de por qué el mismísimo Arthur Rubinstein reconoció su valía cuando el italiano contaba tan sólo con dieciocho años: "toca ya mejor que algunos de nosotros".
Pollini desentrañó, eso sí, sin estridencias, ese lenguaje compositivo schumanniano en el que, con una escritura poco pianística, el piano se convierte en el medio y no en el fin. Esclareció fríamente el complejo entramado de texturas y el sentido polifónico que encierra esta obra, aunque la intención de marcar los contrastes abruptos y el referente de la orquesta pareció quedar aplacado por un sorprendente eco continuo de toses y estornudos en la sala. La sensación fue in crescendo cuando la Fantasía en do mayor de Schumann, dedicada a Liszt, dejó entrever la latente introspección de las emociones que convergen en ella. En un momento en el que el compositor luchaba por obtener el beneplácito del padre de la que sería su fuente de inspiración y compañera, Clara Wieck, Schumann demanda apasionamiento para un primer movimiento que se remonta a una composición anterior. Vehemencia es lo que precisamente faltó en él ya desde el turbulento inicio, un grito de amor en el que se rememora la renuncia obligada hacia su amada. Líneas melódicas cargadas de amargura que representaban el intenso mundo interior del compositor eran cantadas por el propio Pollini en medio de la agitación. Como si quisiese acallar los ruidos que de vez en cuando se escuchaban, el italiano abordó con toda su energía el segundo movimiento de marcha, marcando el contrapunto que en él se esconde y que parece intentar querer superar cualquier límite. El clímax llego con su final, en el que el público, ahogado por la turbulenta maraña de notas, saltó entusiasmado frente a un Pollini que lo culminó bastante acalorado (... pero señores: ¡todavía no ha terminado!).
Tras la tempestad, llegó la calma de la mano de un introspectivo y lírico último movimiento que nos traía a la mente ecos de las Op.109 y Op.111 de Beethoven. Pollini respiró y ofreció una bocanada de aire fresco a un auditorio que quedó encandilado ante la paleta de matices trazados que subrayaban su carácter poético. Sin duda, todo un homenaje a Beethoven. En Schumann, el italiano venció con total maestría ese conflicto que emana de sus construcciones rítmicas y que sugieren un impulso constante por violentar las normas clásicas en búsqueda continua de la libertad creativa.