Para conjuntos como la Sinfónica de Galicia en los que el plato fuerte de la temporada lo conforma la música del postromanticismo y los clásicos del siglo XX, interpretar las obras de los grandes nombres del clasicismo y del primer romanticismo es una experiencia siempre refrescante y estimulante. Si por añadidura este viaje por la música de Haydn, Mozart y Schubert se hace de la mano de un maestro de la talla de Richard Egarr, la experiencia musical alcanza la intensidad de las grandes ocasiones.
Descrito a menudo como un especialista barroco, Egarr es realmente un director que escapa a cualquier tipo de etiqueta. Su dirección, siempre imaginativa y desenfadada, y a la vez honesta y hondamente musical, hace que sus conciertos trasciendan los límites que su bagaje historicista le podrían imponer. De hecho, su ya habitual presencia en temporadas de la OSG, ha sido siempre una garantía de que el oyente va a acceder a los clásicos desde una perspectiva nueva, renovadora, aun incluso tratándose de obras tan populares como el Requiem de Mozart o Las estaciones de Haydn.
El actual programa no fue una excepción. Contó en la primera parte con la participación solista de Massimo Spadano, concertino de la OSG desde prácticamente su creación. Spadano deslumbró en su doble intervención, en primer lugar a la limón con Egarr en el Doble concierto para violín y clave de Haydn y a continuación en el Concierto núm. 1 de Mozart. En ambos casos hubo una química perfecta entre Spadano, Egarr y los músicos de la orquesta. Egarr dirigió desde el clave la orquesta con brío, pero al mismo tiempo, con un control absoluto del fraseo y de las dinámicas. Una energía sabiamente canalizada, en la que se cimentó una interpretación exquisita, refinada, exenta de brusquedades, pero por encima de todo, llena de vida y calor. Una vez más, Egarr dio nueva vida a este repertorio demostrando que la búsqueda de la autenticidad, no es más que recuperar las emociones que el paso del tiempo y, por qué no decirlo, de un frígido academicismo, han robado a estas músicas.
En el concierto mozartiano, el violín de Spadano (un Contreras, el "Stradivarius español") de timbre incisivo, pero a la vez de una enorme calidez, se integró a la perfección con la orquesta, a la que por cierto acompañó en los tutti. Cuando Alfred Einstein escribió que la sencillez de estos conciertos "haría sonreír a Paganini" no pudo ser más desafortunado. Dar vida a la letra, pero muy especialmente al espíritu de esta música atemporal es de una enorme dificultad. Spadano estuvo a la altura del reto, lidiando sin el más mínimo ahogo con el tempo vivo que Egarr marcó, más notable en los movimientos extremos. Toda una lección de virtuosismo por su parte, que no fue óbice para que exhibiese asimismo una convincente musicalidad, en especial en las cadenzas, obra de su propia mano. Hay que resaltar su Adagio, de una claridad y levedad inmaculada, que trasladó al público a un mundo de ensueño. Ciertamente, toda la primera parte fue una prueba fehaciente de que la música del período clásico mantiene viva la capacidad de transmitir las más profundas emociones.