La temporada de la Sinfónica de Galicia alcanzaba uno de sus momentos estrella con la presencia de dos carismáticos artistas: la joven pianista Eva Gevorgyan y el director Stéphane Denève. Éste planteó un programa que reconciliaba la música francesa contemporánea con la música sinfónica de Rachmaninov. Dar vida a programas de cuatro obras que resulten equilibrados y amenos no es una tarea sencilla. Estos son especial debilidad del director francés, tal como se puede comprobar ojeando su calendario; de hecho, el programa interpretado en La Coruña, lo acometerá nuevamente en otras salas. El planteamiento basado en dos partes de estilo y estructura muy similares fue ameno y estimulante en su transcurso, aunque a la postre resultó un tanto hipertrófico.
Dutilleux es un clásico contemporáneo tradicionalmente bien tratado por la programación de la Orquesta Sinfónica de Galicia. Su distinguido mundo sonoro, exuberante en el empleo de los colores y los timbres orquestales es ideal para una orquesta como la OSG, siempre proclive a explorar la música orquestal más refinada, independientemente de la dificultad de su lenguaje. En Métaboles fue la orquesta la gran triunfadora, dando vida a un exquisito tapiz sonoro, que exigió el máximo de todas las secciones, muy especialmente de los metales, destacando entre ellos la rejuvenecida sección de trompetas, sorprendentemente segura. La dirección de Denève no fue tan certera; recreándose excesivamente en el sonido, sin acentuar lo suficiente el contraste entre los cinco episodios. Es modélica en este sentido la grabación del propio compositor, en la cual el colosal final arriba como una conclusión lógica a la intensa lucha de extremos previa.
Gevorgyan, a pesar de su juventud, es una pianista bien conocida en Galicia, pues con 14 años, fue flamante finalista del concurso de piano de Vigo; punto de partida para los numerosos premios internacionales que ha acumulado desde entonces. Se presentó a la Sinfónica con una suculenta tarjeta de visita: la Rapsodia sobre un tema de Paganini, de Rachmaninov, y exhibió rapidez de dedos e imaginación desbordante. Gevorgyan tiene la habilidad de moldear a gran velocidad cada frase, haciendo que la melodía resplandezca intacta entre la cascada de notas que la rodean. Sin embargo, le faltó la capacidad de conferirle a la voz del piano la preminencia necesaria para imponerse al exuberante discurso orquestal. Fue un ejemplo de esto la variación XV, Piu vivo scherzando, en el que un virtuosismo más atemperado hubiese permitido integrar en un todo cohesionado la voz de la solista y la orquesta. En las dos propinas, la impresión fue mucho más excitante, con una portentosa Polka italiana de Rachmaninov y una madura Meditación de Tchaikovsky, que demostraron que estamos ante una joven promesa del piano ya hecha realidad. Es de lamentar la presencia a lo largo de toda la primera parte de una continua interferencia ambiental.
Evocando la primera parte, la segunda se abrió con contemporánea francesa. Le Tombeau des regrets de Connesson es un explícito movimiento lento en el que la cuerda grave de la OSG, desde su mismísimo arranque, creó una atmósfera ominosa, sobrecogedora, que fue fantásticamente moldeada por Denève, acentuando a la perfección sus expansivos clímax. Para los más afines a este lenguaje neotonal, fue una experiencia sin duda estimulante. La larga velada culminó con las impactantes Danzas sinfónicas de Rachmaninov, habituales en el repertorio de la orquesta, pero que al final de un programa tan denso y dilatado, resultaron en esta ocasión rutinarias. La concepción de Denève, al igual que en Dutilleux, excesivamente detallista y contenida, no fue la más apropiada para una obra que respira ritmos exultantes por todos sus poros. Fue especialmente decepcionante el Tempo di Valse que en manos del director francés parecía un remake del Vals triste de Sibelius. La falta de elasticidad del director lastró el movimiento final hasta el punto de que cuando la explosiva coda llegó, primó una sensación de impostación más que de feliz culminación.
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