El Festival de Santander, en su 67ª edición, en el contexto de una programación diversa, sabiamente diseñada y llena de alicientes de primer orden, ha ofrecido al público español la oportunidad de lujo de disfrutar de la presencia de Sir Simon Rattle con la que ya es su nueva casa: la London Symphony Orchestra. Directamente desde el Festival de Edimburgo, y en ruta hacia los Festivales de Salzburgo y Lucerna, el Palacio de Festivales ha tenido el privilegio de disfrutar de dos programas que serán recordados largo tiempo en su historia.
El que reseñamos a continuación constó de una obra emblemática en la carrera del director británico: la Novena sinfonía de Mahler. Con ella debutó a los 38 años con las orquestas de Filadelfia y Viena. Rattle vive con los músicos de la London Symphony un auténtico romance. Este se reflejó tanto en la milagrosa intensidad y perfección de la interpretación como en las mutuas muestras de gratitud y afecto al final. Por supuesto, buena parte del éxito se debió al grado de interiorización que Rattle ha alcanzado en esta obra. Dirigida de memoria, exhibió una precisión absoluta en entradas y dinámicas y, sobre todo, una inmensa lucidez fraseando la música. Su sempiterno gesto con la mano izquierda para intensificar acentos y matices fue omnipresente. Situó los violines primeros y segundos de forma antifonal. Aunque esto puede restar fuerza y cohesión a la sección en su conjunto, no fue el caso de la LSO pues la energía y rotundidad de su sonido –sin que nunca se merme la definición– son sus señas de identidad. La separación realzó las aportaciones independientes de dos secciones que en esta sinfonía tienen vida propia como en muy pocas del repertorio.
La concepción de Rattle de la obra ha evolucionado desde un enfoque crispado a una visión más expansiva y humanista. El expresionismo ha dado paso a la luz y el optimismo. Las investigaciones de Henry Louis de la Grange han sido decisivas para dejar atrás la visión de la obra como premonición de la muerte del propio compositor y llegar a entenderla como una dolorosa pero a la vez serena aceptación del fallecimiento de su pequeña Marie. No fue por ello una sorpresa la inmensa levedad con que la Rattle dio vida a los primeros compases del Andante comodo –directamente nacidos de la penumbra final de La canción de la tierra– y como esta levedad se prolongó en una marcha de una serenidad inconmensurable. El contratema de los violines primeros, molto espressivo, fue de tal belleza que ya nadie en la sala podía tener duda de lo que nos iba a deparar la próxima hora y media de música. En la introspectiva sección lenta tras el primer gran tutti, Rattle realzó el vanguardismo de la partitura. Los estallidos orquestales que recorren el movimiento, muy especialmente el brutal Mit Wut y el triple fff del metal –que dio paso a un revelador Kondukt–, fueron una exhibición de poderío. Pero no menos punzante resultó el solo del concertino en la preciosa canción de cuna que concluye el movimiento.