Permítanme la divagación apresurada:
Una de las muchas reflexiones que suscita la figura de Antoine Roquentin, el protagonista de La Nausée, radica en dilucidar el significado del concepto ‘aventura’. En román paladino y de brocha gorda, parece tratarse de un acontecimiento incierto, que se nos escurre entre los dedos obedeciendo a lo impredecible, a la ocurrencia sobrevenida, a las intermitencias del corazón proustianas. La narración de la existencia, esa especie de bajo continuo, queda interrumpida repentinamente por una serie de sucesos no previstos. Y esto nos embarca en un viaje excitante pero (/por) desconocido, que demanda toda nuestra atención.
Así, la vida se aleja de una trama reconocible en tanto que planeada, tornando, como nos indica el recurso etimológico, experiencia en peligro. Si sobrevivimos, ordenaremos la impresión, verteremos lo acaecido en el molde de un relato que llamamos recuerdo (y que, por otra parte, mutará con el trasiego de los años); entonces estaremos en condiciones de afirmar: “Fue una aventura”. Y con ello, de hecho, referimos a un momento doble, a un pliegue paradójico, a una bifurcación de la escritura que es la condición de posibilidad para lo primero: renunciamos a entender el presente para poder contarlo retrospectivamente como peripecia.
Pues bien, no deja de ser igualmente cierto que en el epicentro del caos existe un intersticio, un resquicio de conciencia que advierte, en una suerte de desdoblamiento fugaz, la impronta que se forja en aquel instante. Se trata de un sentimiento extraño, una distracción puntual que descubre la trascendencia de lo que vivimos de forma simultánea, una voz que murmulla “sé que lo recordaré” para olvidarlo al segundo siguiente. Necesitamos una palabra para este pronóstico lúcido, incompatible con la respiración.
Porque sí disponemos, en cambio, de término para denominar un fenómeno si cabe más complejo, más imposible: la preparación, el diseño, la receta de la aventura. Estos ingenios, astucias o como quieran apodarse son los clásicos (además de muchas otras cosas, según nos ha mostrado Italo Calvino en su delicioso libro sobre la definición de aquellos -que consiste precisamente en las razones por las que hay que leerlo y leerlos-). Es decir, lo clásico representa el oxímoron de una vertiginosidad asegurada.
Cuando el programa no es novedad (o quizás incluso cuando lo sea, porque “algo nos han contado”), acudimos a las bibliotecas, a los cines o a las salas de concierto con un propósito firme: enfrentarnos a eso que, de momento, decimos (/nos han dicho) que constituye o puede constituir un clásico. Pero en el caso de la música (clásica), que es el que nos concierne aquí, ocurre algo más. El marbete, el contenido o la prosapia garante de una partitura no son definitivos; se requieren, aún, exégetas a la altura, intérpretes-artistas, hábiles rapsodas que tejan en el tiempo la canción quieta y latente de los atriles. Esto alumbra una categoría inaudita en nuestra taxonomía: el clásico viviente.