Lo que Franco perdió, lo ganó América. En los años cincuenta, cuando el dictador español hacía la vida insostenible para muchos que trabajaban en las artes, uno de tantos que huyeron fue el guitarrista, compositor y poeta Celedonio Romero. Se asentó en el sureste de California, y él y sus tres hijos se convirtieron en Los Romero, el cuarteto que llevó la guitarra clásica a públicos de un lado a otro del territorio norteamericano. Dos de los hermanos, Pepe y Celin, están todavía en el cuarteto, del que se celebra el 60 aniversario el año próximo comenzando con un concierto en Los Ángeles. Pepe sacó algo de tiempo de un programa muy apretado en el Festival de Granada para hablar conmigo; las palabras en esta entrevista, espero que muestren la honestidad, amabilidad y musicalidad del hombre, pero el texto impreso, me temo, no va a hacer justicia al infinito encanto que me ha transmitido.
DK: A la mayoría de los músicos les preguntamos cómo comenzaron con su instrumento. Pero en su caso, tengo la impresión de que no había opción. ¿Existía siquiera la posibilidad de que se convirtiera en algo que no fuera guitarrista?
PR: Nunca hubo una opción, porque a todo lo que alcanzo a recordar, yo era guitarrista. En la última conversación que tuve con mi padre, tan solo unos minutos antes de que falleciera, me dijo “cuando viniste al mundo, te recibí tocando mi guitarra. Esta noche, cuando me vaya, quiero que hagas lo mismo por mí, y quiero que mi alma ascienda con el sonido de tu guitarra.” Y eso hice. Para mí, eso significa que nací con una guitarra y moriré con una guitarra.
¿Cómo fue el crecer en una familia en la que la guitarra estaba por todas partes?
Crecí en una España muy difícil. Era 1944, la dictadura de Franco estaba en todo su apogeo y la situación era muy difícil para todos aquellos que habían luchado contra él. Teníamos muchas dificultades, económicas y de otro tipo, así que podía sentir el poder curativo, el consuelo que la música, que la guitarra o cualquier otro instrumento pueden ofrecer en tiempos difíciles. Cuando todo va bien, es fácil disfrutarla por diversión y por placer. Cuando las cosas no van tan bien, es maravilloso sentir el aliento y el sentimiento de esperanza que la música trae. Cuando era un niño, mi padre siempre estaba tocando. El día que mi hermano nació, por ejemplo, fue uno de los más críticos de la Guerra Civil, con nueve aeroplanos alemanes bombardeando Málaga en el mismo momento en el que Celin nacía. Mi padre estaba en la habitación; estaba tocando y hacía una transcripción de Cádiz de Albéniz mientras mi hermano llegaba al mundo, y las bombas cayendo por todas partes. Siempre estaba tocando, o componiendo, o haciendo arreglos o escribiendo poesía (era un poeta magnífico).
En casa, solían visitarnos grandes escritores, poetas, pintores, instrumentistas y otros guitarristas, así que escuchábamos todo tipo de historias. El alumno de Tárrega, Rogelio Molina, venía todos los fines de semana a tocar la guitarra con mi padre, le ponía demasiado nervioso tocar en público. Era un hombre rico e independiente y fue en su casa en la que Tárrega escribió Recuerdos de la Alhambra, cuando estaba alojado en ella.
Mi madre nos enseñó en casa hasta 1957, cuando nos fuimos a California, así que todos mis amigos en España eran adultos: músicos y artistas. No tuve amigos de mi misma edad hasta que nos mudamos a California.
Aquel cambio le llevó de un sitio en el que la guitarra estaba por todas partes a uno en el que era principalmente un instrumento popular o folk. ¿Fue difícil?
Cuando nos mudamos, nunca había habido un concierto de guitarra clásica en zonas como el centro de Estados Unidos o la parte sur, ni en muchas de las ciudades más pequeñas, así que para nosotros era una oportunidad maravillosa de compartir nuestra historia y llevar la guitarra a públicos que nunca la habían oído. Mi padre dio su primer concierto en 1958, yo empecé a dar recitales en Santa Bárbara, en la Universidad, enseguida, pero en 1959 dimos el primer concierto los cuatro tocando, y en 1960, dimos el primer concierto oficial del cuarteto y comenzamos a ir de giras.
Viájabamos mayormente en coche, íbamos de un lugar a otro tocando 200 conciertos al año en ciudades grandes y pequeñas. En aquel tiempo, en Estados Unidos había una asociación de conciertos llamada Community Concerts que montaba conciertos de música clásica en cada ciudad, así que tocamos todos. Era un sentimiento maravilloso, el compartir todas esas cosas maravillosas que habíamos traído con nosotros -la guitarra española, música clásica, un poco de flamenco- y ver la reacción y la calidez con la que el público lo recibía.
Al mismo tiempo que obtenían un conocimiento enciclopédico sobre habitaciones de motel en Estados Unidos...
No solo eso, sino aprender de primera mano las diferencias. América en aquellos años estaba dividida más o menos como está ahora, con la Costa Oeste, la Costa Este mucha más abierta y dispuesta a aceptar las distintas culturas. A comienzos de los sesenta, la parte central de América se encontraba inmersa en el movimiento por la lucha de los Derechos Civiles, así que vivimos eso de primera mano, conducíamos a lo largo de la autopista 66 y veíamos como el país estaba racialmente separado, con baños para blancos y para negros. Era un tiempo muy, muy alucinante en el que llevar la guitarra por toda América.
¿Resulta diferente el tocar conciertos con familiares muy cercanos que con otros músicos?
Con la familia, sabes instintivamente y con seguridad lo que la otra persona va a hacer. Pero encuentro que cuando tocas música juntos, de alguna manera te conviertes en familia. Para mí, uno de los grandes poderes de la música es la manera en la que une los espíritus, las almas y los corazones, no solo de aquellos que están tocando, sino de los que están escuchando también.
Ha hablado de la habilidad de la guitarra para consolar. ¿Es excepcional la guitarra en esto?
No puedo decirlo, porque no toco otros instrumentos. Pero la guitarra es única por el hecho de que abrazas el instrumento, sientes las vibraciones con todo tu ser. Las sientes en tu pecho, en tus brazos, en tus piernas porque se apoya en ellas. Recuerdo una carta escrita por Debussy a un amigo que había ido a España: le pidió a su amigo que le trajera una guitarra porque, dijo, “no hay nada más sosegador que una cuerda de la guitarra”. Así que quería tener una guitarra como instrumento terapéutico.
Algunos de los grandes compositores han escrito música para usted. Cuéntenos cómo es llevar la música desde la partitura impresa a la realidad…
Lo que me conmovió de verdad fue que pude verlos componer, estar en la sala con ellos cuando una idea se les ocurría y ver cómo eran capaces de convertir esa idea en música. Vi a Rodrigo en un día de verano sosteniendo a su nieta, estaba dormida en sus brazos y él le acariciaba la cara, y de pronto, comenzó a cantar, en su particular voz, improvisando una nana que se convirtió en el segundo movimiento del Concierto andaluz. Federico Moreno Torroba me contó una vez cómo concibió el Nocturno: un día de verano, se levantó una brisa que lo despertó, escuchó entonces que el reloj dio las dos. Seguro que conoce la pieza: tiene una bella y breve introducción y entonces hay dos acordes con un armónico en el medio que suena como la campanada de un reloj. Así que ver cómo convertían experiencias humanas en maravillosas piezas de música, me ayudó también a sentirme más unido a compositores que nunca había conocido y darme cuenta de que la música impresa es un mapa de sus sentimientos y pensamientos más profundos; entonces lo unes con tu propia reserva de emociones y sentimientos. Tengo que decir que algunas de las experiencias más maravillosas en relación con la música española que he tenido fue con un inglés, con Sir Neville Marriner, porque grabamos muchos conciertos españoles. Ya tocáramos Rodrigo o Giuliani o lo que fuera, éramos dos corazones latiendo al ritmo.