Grigory Sokolov era uno de los nombres que no podía faltar en el cartel del Festival de Granada siendo uno de los pianistas que actualmente generan más expectativas a nivel internacional. Posee un magnetismo que comienza en el momento en que ataca la primera nota en el teclado y que contrasta con su capacidad de no conceder ningún signo de expresividad en cuanto se despega del instrumento; encandila e intriga por su aparente apatía frente al público al mismo tiempo que desata su fuego cuando empieza sus recitales, que ya legendariamente se prolongan con una “tercera parte”, dedicada a los encores.
Sokolov traía un programa de cariz romántico, en un sentido amplio, y de un complejidad, no solamente técnica sino de concepción, notable. Las llamadas Variaciones Heroica, op. 35 de Beethoven, que abrían el concierto, constituyen un ejemplo claro de la importancia del género de la variación, además de ser un terreno idóneo para constatar la riqueza contrapuntística del compositor de Bonn. Por tanto una interpretación que se precie ha de tener en cuenta este aspecto. Y es que además de una digitación ágil y de un vigor notable, estas Variaciones requieren que se toquen expresando la peculiaridad de cada una, algo que trasciende a la técnica porque justamente lleva a esa técnica a ser trascendental. En Sokolov, esto se tradujo en primer lugar en una apabullante independencia de las manos y una articulación de cada dígito que no solamente es evidente al oyente, pero que además es sumamente natural. Por otro lado, Sokolov tiene la habilidad de tomarse en serio el juego: las combinaciones y figuraciones con las que Beethoven transfigura el tema inicial viven en un relación de diferencias entre ellas al mismo tiempo que de vinculación con su matriz. En este equilibrio, Sokolov hiló magníficamente todo el discurso, alternando potencia y delicadeza, unos sonidos redondos con otros más ásperos y rebeldes, un fraseo nervioso y otro majestuoso. Y vale la pena mencionar el último número con esa fuga, que en las manos del pianista ruso, plasman la conexión ideal entre Beethoven y el mundo del contrapunto tanto admirado.
Los Intermezzi, op. 117 de Brahms se sitúan en otro registro temperamental: sosegados y melancólicos, son una llama tenue que empero no se apaga. Aquí Sokolov hizo recurso de sus matices más líricos, con un fraseo redondo y circular como si las notas fueran olas que se alternan y se reúnen en una marea. La sonoridad fue aterciopelada, con un recorrido asentado por cada tecla. Sokolov hace gala de una técnica que trae la fuerza desde los hombros, lo que le permite un sonido muy rico y amplio a la vez que sin aristas. En otras palabras, un dechado de equilibrio entre la organización del material, la expresividad melódica y la significación del contenido.