En ocasiones, los diccionarios, lejos de esclarecer un término inaudito, nos instalan en la más profunda confusión. En la lengua española, verbigracia, encontramos el caso de “parvo”, que refiere a “pequeño en tamaño, importancia o cantidad”, pero también a “montón o cantidad grande de algo”. Perplejidad similar produce el término “delicado”, que recoge las siguientes acepciones: 1. “Fino, atento, suave, tierno”; 2. “Débil, flaco, delgado, enfermizo”; 3. “Quebradizo, fácil de deteriorarse”; 4. “Sabroso, regalado, gustoso”; 5. “Difícil, expuesto a contingencias”; 6. “Primoroso, fino, exquisito”; 7. “Bien parecido, agraciado”; 8. “Sutil, agudo, ingenioso”; 9. “Suspicaz, fácil de resentirse o enojarse”; 10. “Difícil de contentar”; y 11. “Que procede con escrupulosidad o miramiento”. Son voces de tal jaez las que con más fuerza evidencian una necesidad, un requerimiento ajeno (esto es, no circunscrito) a sintaxis y semántica. Siempre que el objetivo sea entender, naturalmente.
Por otra parte, el rótulo de esta crónica, aunque atento y compadecido con su polisemia, no quisiera connotar los crispados tintes que acompañan al teatro de Edward Albee. Antes lo contrario: un tono reverencial habrá de imponerse. Y es que, en conciertos como el que nos ocupa (a saber, donde comparecen, simultáneamente y encarnados en la figura de una Argerich, el pasado lustroso y un presente que pretende la condición de inmarcesible), la trayectoria precede y predispone al encomio. Nótese que, por idénticas razones, el fantasma de la decepción acecha a menos metros. Pero evitemos la retórica hagiográfica, dejemos a un lado el prolegómeno y hagamos justicia: hablamos de los vivos, no de los muertos, y en plural.
Desgranemos, por tanto, detenidamente y sección a sección el programa. Tres obras de Franz Liszt para inaugurar, de marcado carácter evocador y las dos últimas en solitario, a cargo de Baldocci: Réminiscences de Don Juan, S 656 (versión para dos pianos de 1876/77, basadas en el Don Giovanni mozartiano); Salve Maria de Jérusalem, S 431 (de I Lombardi alla prima crociata, de Giuseppe Verdi); y Isoldes Liebestod, S 447 (de Tristan und Isolde, de Richard Wagner). El arreglo iniciático puso de manifiesto viveza y duelo lúdico, además de imprimir, por momentos, una rítmica vertiginosa. No hubo tregua y cada uno de los dos intérpretes provocaba al otro para seguir su juego (ánimo que se prolongó en las directrices de Argerich), pero sin incurrir en la tirantez de la disputa agonal. Acto seguido, Baldocci cambió de tercio, tejiendo una atmósfera contenida y de ensueño, especialmente en la cita wagneriana. El Concertino para dos pianos en la menor, Op.94, de Dmitri Shostakóvich, cerró la primera parte, en una manera similar al inicio (los dos solistas inmensos), pero más rica en el registro sosegado y la dinámica intimista (sin desdoro de unos maravillosos pasajes de marcha militar).