El día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día 24 había de ser «día de agua». Fue peor todavía: amaneció nevando.
Estas frases no pertenecen a Les scènes de la vie de bohème, de Henri Murger, ni al libreto en italiano de Giuseppe Giacosa y Luigi Illica. Se trata de La Nochebuena de 1836, de Mariano José de Larra, y, del mismo modo que el recurso inicial diseñado por Richard Jones (los copos caen mientras el público aguarda la subida del telón), funcionan como preludio de un devenir ceniciento.
Eso representa La bohème: el regusto amargo de un pasado a medio camino entre lo veraz y lo irreal, pero, en el particular de la ópera pucciniana, audaz, que combate necesidad con esperanzas desenfrenadas. Los rescoldos de la estufa que apenas templa una buhardilla parisina o la cuenta de champagne que nadie puede pagar en el Café Momus condensan la crudeza que siempre acecha tras el ideal bohemio de Rodolfo: E come vivo? Vivo / In povertà mia lieta / scialo da gran signore / rime ed inni d’amore / Per sogni, per chimere / e per castelli in aria / l’anima ho milionaria -Y, ¿cómo vivo?… Vivo / Aun en mi pobreza despilfarro, / como un gran señor, / rimas e himnos de amor / En sueños y en quimeras / y en castillos en el aire / tengo el alma millonaria-.
Este es el primer elemento que domina la escena de Richard Jones, especialmente en los actos I y IV: el vínculo problemático entre fantasía y realidad. Así, los figurines y la escenografía austera de Stewart Laing se contrastan con el ensueño, resuelto de forma notable por Stephen Costello en una maravillosa "Che gelida manina", y la réplica, ascendente pero no menos cautivadora, de Anita Hartig: "Sì. Mi chiamano Mimì". Musicalmente, con el altísimo rendimiento del foso y la impecable dirección de Paolo Carignani, los dos números de presentación constituyeron uno de los momentos más logrados de la velada.
El segundo concepto de esta Bohème engarza con el primero, al tiempo que lo expande. Ahora se trata de mostrar las bambalinas de la propia obra, que, con más de un siglo de distancia respecto del estreno (Teatro Regio de Turín, el 1 de febrero de 1896) y su ascenso al empíreo del repertorio, es tanto como habérselas con los resortes de la tradición verista. José Luis Téllez, al socaire de una elogiosa cita de Debussy respecto a la fidelidad descriptiva de Puccini, comentaba la paradoja de semejante apunte. Y es que, si convertimos La bohème en una radiografía exacta del París de los cuarenta del s. XIX, debemos enfrentar el hecho de que su autor nunca pudo conocer dicha circunstancia histórica (imposibilidad que, por cierto, también opera en el caso del compositor francés).