El Teatro Real nos ofrece para su fin de temporada la producción de Willy Decker, que alcanzó carácter de icono tras su estreno en Salzburgo allá por el 2005, lanzando además al estrellato a Rolando Villazón y Anna Netrebko. No ha perdido un ápice de actualidad y es uno de esos clásicos a los que el paso de los años solo refuerza y mejora.
El destino y el paso del tiempo vertebran la propuesta, con un gran reloj que preside el escenario y algunos escasos elementos de atrezo. En su momento, algunos la llamaron “la Traviata de Ikea”, debido a la sencillez nórdica de su decoración minimalista. Al igual que el buen diseño, el acierto de esta lectura es que se centra en aspectos esenciales del libreto, eliminando todo ornamento superfluo. La sensación de destino inevitable, de fatalidad, cae a plomo desde el primer minuto, potenciada por la presencia de un gran reloj que señala el poco tiempo del que disponen los protagonistas. Un monocromatismo estudiado que solo se rompe con golpes de color que representan la esperanza amorosa —a modo de flores— y la pasión o la enfermedad, en el vestido rojo de Violetta. La dirección de actores y coro maneja adecuadamente unos espacios presididos por una sensación de vacío permanente. Decker no deja asomar el optimismo ni siquiera para crear contraste con la tragedia.
Nadine Sierra aterriza en esta producción tras el aplauso unánime de la crítica en el mismo papel, hace tan solo unos meses, en Barcelona. Es capaz de mostrar su altísimo nivel, si bien con algunas irregularidades. Estuvo admirable, aunque algo heterodoxa, al final del primer acto, con tiempos casi detenidos en la cavatina y gran tensión emocional. Su agudo final resultó algo descolocado en una escena por lo demás energética y excitante. En el segundo acto se mostró un tanto ligera: faltaron proyección y armónicos, y por momentos pareció perder presencia escénica y protagonismo. Su redención llegó en una escena final impecablemente ejecutada. Cada espectáculo de esta artista me tienta a ubicarla más en la categoría de soprano lírico-ligera que en la de verdadera soprano lírica.
Xabier Anduaga, espléndido, realiza una exhibición continua de la potencia y belleza de su voz. Consciente de sus magníficas cualidades, se mueve en el ámbito de la emisión a plena voz, haciendo de cada frase un auténtico espectáculo. Aunque secundarios, no faltaron matices ni inflexiones, siempre subordinados al orgullo de una emisión espectacular. En el extremo opuesto, el Germont de Luca Salsi se apoyó en matices dramáticos exagerados, centrados en la autoridad, aunque se echó de menos más musicalidad y finura en su fraseo. La presencia del Doctor Grenvil, interpretado por Giacomo Prestia, fue poderosa: apareció desde el primer acto como un presagio de muerte y, magnético, culminó con voz vigorosa y muy bien colocada.
En el foso, la Orquesta Titular del Teatro Real, bajo la dirección de Henrik Nánási, ejecutó una lectura inusual, severa y sombría, con poca brillantez y gran solemnidad, apoyada en las secciones graves hasta rozar aires de letanía. El director aplicó tiempos flexibles, frenando al límite el final de las cavatinas para el lucimiento dramático de los cantantes.