Tras una recepción algo fría en el Baluarte la Joven Orquesta Nacional de España consiguió, junto a una calurosa interpretación del trompetista Manuel Blanco y una clamorosa "Leningrado" bajo la batuta de Pehlivanian, arrancar el entusiasmo del público.
El Concierto para trompeta y orquesta del compositor armenio Alexander Grigori Arutiunian despertó de inmediato la atención, y desde los primeros compases comienza a difundirse por la sala una ola de energía. Lo hace a corriente alterna: si los ritmos más folclóricos te pellizcan en la superficie, las melodías más lentas te acarician las emociones más profundas. La sintonía entre el solista, la orquesta y el director es perfecta: el diálogo entre la trompeta y los otros instrumentos es, o bien un imperceptible solapamiento de sonidos (notas casi susurradas), o bien un llevar alternativamente la voz cantante a un ritmo de pasodoble. Si ya de por sí, la ejecución de esta partitura puso de manifiesto la maestría y sensibilidad con la que Manuel Blanco modula los fuertes y los pianos, el bis que ofreció a continuación (Oblivion de Astor Piazzolla) lo dejó fuera de cualquier duda. Sin la necesidad de tener mucha imaginación, el espectador que cerrara lo ojos podía ver a dos bailarines moverse sinuosamente al son de ese tango.
Después del descanso, la Joven Orquesta Nacional de España reanudaba el concierto con la Sinfonía núm. 7 que Shostakovich compuso en 1941 para describir, de manera sonora, el cerco alemán de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial. Pehlivanian no podía hacer que se interpretara de una mejor manera. Para la ejecución del primer movimiento (que en el cuadro de la composición representa el momento en el que la ciudad soviética pasa de vivir en paz a ser objeto de un ataque militar), el director de orquesta desplegó toda su fuerza para expresar el dramatismo de la situación. Fantástico el "descontrol súper controlado" con el que se llevaron a cabo las repeticiones in crescendo de los compases que simbolizan el acercamiento del ejército alemán a la ciudad. Empezando por un tamborileo casi inaudible (tanto que se podía oír el ruido de un caramelo desenvuelto), al pizzicato de los instrumentos de cuerda se fueron añadiendo los demás instrumentos hasta crear un estruendo tal, que no costaba asociarlo con el fragor de una guerra. Como para la primera parte del concierto, la dirección de Pehlivanian logró dar vida al sonido, como si este se moviera en la sala envolviendo y raptando a los espectadores.