La palabra de Lorca es pura música. El ritmo vital de sus versos nos resuena en el cuerpo, al escucharla y también al leerla. No es una tarea fácil ponerle unas vestiduras líricas a la que además es uno de los grandes pilares de la cultura española sin caer en el terreno de la redundancia, de lo fastidiosamente innecesario. El compositor Miquel Ortega sale victorioso de este intento, sometiéndose al teatro y a la genialidad de Lorca, atendiendo a lo más profundo del texto, componiendo tan solo para liberar lo más íntimo de este ciclón de deseo, rivalidad y muerte.
Su partitura se podría considerar clásica en el sentido de que se construye a través de melodías y se mueve en el terreno de la tonalidad. Pero Ortega no tiene ningún problema en romper este esquema, frecuentemente, siempre con acertada intención dramática. La línea melódica se interrumpe pertinazmente, a la manera de Strauss, reflejando bien el sentimiento de frustración que habita en la casa enlutada y, en momentos de mayor intensidad dramática, los acordes se adentran sin complejos en tensas disonancias. Huye además de la tentación de usar modismos folclóricos, apenas algunos apuntes de pasodoble con tintes de jazz reservados a la quimera de Pepe el Romano. Una acertada combinación de modernidad y tradición, impecablemente alineada con el drama, con la enjundia formal que se le presupone a una ópera y que además conecta con el público; todo un logro para una creación contemporánea.
La propuesta de Bárbara Lluch tampoco busca reinterpretar el texto de Lorca ni alejarse de la tradición teatral, sino conectar con ella. Al abrirse el telón nos encontramos con un interior-exterior apabullante, un muro que aísla a los personajes y una cuarta pared derribada que nos hace participar del encierro, una versión rural de esa Elektra póstuma de Chérau que intensifica su carácter de tragedia griega.