Nadine Sierra lo ha vuelto a hacer. Y con ello, pone punto y final a una trilogía marcada por su coronación entre el público del Gran Teatre del Liceu en estos anteriores meses. Unos meses, sin lugar a dudas, en la que su presencia en el escenario catalán ha sido motivo de éxito, triunfo y lleno absoluto con La traviata, un recital gobernado por su voz y por esta consiguiente representación. Unos meses que muy posiblemente, serán recordados por largo tiempo entre los adictos a las voces prodigiosas. Se podría decir que el propio teatro condal ha vivido un sueño consiguiendo que la soprano norteamericana consiguiera llenar consecutivamente sus butacas, escribiendo un capítulo más de grandes voces que han pisado su proscenio. Y es que así es: si todavía persiste algún resquicio de duda, La sonnambula es el despeje final de cualquier titubeo de que Nadine Sierra se ha convertido, por mérito propio, en una de las voces más especiales que goza el panorama operístico internacional, enfocada en cimentar su camino hacia la gloria y recuerdo en la historia operística.
Aunque suene poco creíble, no hay ni una coma que sobre (más bien, falta añadir) a todo los que se pueda admirar del portento vocal de Sierra. Unido a un compañero vocal de calibre equiparable, el tenor Xabier Anduaga, llevaron a otro nivel la obra de Bellini, asumiendo otra categoría nada anodina y contando con un despliegue bel cantista de alto nivel. Pese a estas cotas excepcionales protagonizadas por el binomio estelar, La sonnambula ideada por Barbara Lluch (acompañada de la escenificación de Christof Daniel Hetzer) no acabó de casar conceptualmente con el peso musical aportado por las líneas de Bellini. Y es que la aldea de carácter colonial (con ciertas reminiscencias arquetípicas del misticismo ancestral encontrados en Arthur Miller o Robert Eggers), sin ubicación y sin más señas de vida que las de unos árboles atemperados, un aserradero o una comunidad portadora de ‘chismes’, alberga la historia de unos enamorados atentados por el trastorno del sueño que sufre Amina, quien inconscientemente abre camino hacia la perdición y la locura que presagia, desde el inicio, un cuerpo de bailarines que la persigue allá donde va de manera repetitiva. La música de Bellini es esperanzadora y reconciliadora, pero la mirada de Lluch empuja hacia una narrativa de tortura y derribo hacia los protagonistas; los pocos recursos escénicos favorecen a la visión de una inmovilidad inquietante que, en ocasiones, parece frenar el ritmo natural de su narrativa musical, haciendo que en su escenario austero deambulen fantasmagorías como estigmas sociales proyectados más insistentemente que la fuerza recomponedora de la presunción de inocencia de la protagonista. Visión apta como cualquier otra, no supuso impedimento para una producción que será recordada por su lucimiento vocal.