Calixto Bieito celebró su 25º aniversario en la escena liceista con un Guilio Cesare que quiso dedicar a esos iniciales 2000, presentándose en el teatro catalán como el nuevo enfant terrible de la era escenográfica con su Un ballo in maschera. Algunos lo recordarán. A él y a sus famosos retretes. Por aquellos tiempos y por su lenguaje escénico sin recato, le llovió de todo; su radicalidad en lo obsceno y provocativo marcó un antes y un después en la dramaturgia operística, convirtiéndose con pleno derecho en uno de los epicentros más codiciados por las producciones de los distintos teatros del mundo. Bieito gobernó los escenarios durante años y logró tanto sorprender como asquear al público a base de una narrativa poco dada al pudor y a la dialéctica, pero de fondo: el sexo y la violencia explícita fueron su arco y flecha en el escenario, logrando tanto ovaciones como abucheos. Grandes años, aquellos, en los que todavía el hostigamiento de la razón y la crítica avispada tenían una razón per se. Hoy, Bieito ha regresado con sus retretes al Gran Teatre del Liceu –esta vez de oro y mirando frente a frente a ese público que le maldijo en su momento– para recordar que ha sobrevivido al paso del tiempo y a los juicios, de los cuáles se sentenciaron dos máximas indiscutibles. La primera: su gobierno planteó una innovación única con lenguaje de autor, y la segunda: que ese mismo gobierno puede estar tanteando su fin.
Guilio Cesare contó no solamente con el directivo burgalés, sino que la batuta la dirigía un emblemático William Christie, con foso historicista y lectura filológica, quien salva la producción. Y es que mostrar el lado oscuro de este drama histórico, envuelto de personajes que se entretejen en la ambición, el poder y la codicia en una caja metálica que se antoja plataforma, escenario y pantalla –con una luz de Michael Bauer que torturaba las corneas del público– según gustos y necesidades técnicas, liberada de cualquier razón de ser por su contextualización ‘genérica y atemporal’ en el espacio de Rebecca Ringst, hace que la propuesta pierda sentido. Bieito usa (sus) recursos libres en un retrato de la super-banalidad de la jet set, en un catálogo extenso de virtudes y vergüenzas de la condición humana que recrea cada uno de los personajes para prevalecer su poder: algunos mediante el sexo, otros mediante la violencia, y algunos intentándolo mediante la compasión. Pero sin potenciar más planteamiento que el de mostrarlos sumergidos en un lujo chandalero, entre tumbonas y caipiriñas que ya recordamos de telones pasados. Antojándose poco interesante, paradójicamente, se convierte en algo mainstream, visto y reconocido en otros momentos (mucho más memorables para Bieito) y no acentúa una dramaturgia que eleve a los personajes, si no que más bien los acaba estorbando, entre otras cosas, restringiéndoles la potencialidad de sus voces. El verdadero espectáculo, pues, se dio en el foso.