La Franz Schubert Filharmonia clausuró su temporada en el Palau de la Música Catalana con las constantes que han definido sus últimos años: una apuesta por la calidad interpretativa y una respuesta de público tan sólida como diversa. En esta ocasión, el gancho lo proporcionaba un clásico infalible —el Concierto “Emperador” de Beethoven— en manos de una solista de primera línea como Olga Kern, y bajo la dirección del mexicano Carlos Miguel Prieto, actual titular de la Orquesta Sinfónica de Minería.
Kern ofreció una versión poderosa y controlada del quinto concierto beethoveniano, con un enfoque técnico al nivel de los más grandes. La claridad en la articulación, el equilibrio entre ambas manos y una musicalidad sobria pero efectiva definieron su interpretación. Destacaron especialmente los registros graves, firmes y expresivos, así como unos trinados impecables, que incluso se matizaron dinámicamente sin perder fluidez. En el Rondó final, tanto el director como la pianista marcaron con vigor el carácter rítmico del tema principal, con una vivacidad contagiosa y un oído atento a los detalles orquestales, como la respuesta del timbal en la cadencia. Menos memorable resultó el movimiento lento, que, sin alcanzar un grado de recogimiento espiritual, sí mantuvo la elegancia y el pulso narrativo, gracias también al buen hacer de las maderas en el bloque segundo de variaciones temáticas (o de reexposición variada, según se considere desde el análisis formal). La propuesta, sin ser especialmente reveladora ni ofrecer una lectura personal del todo distintiva, convenció por su coherencia interna y su factura pulida. La orquesta respondió con músculo y flexibilidad, recia sonoridad en las cuerdas graves y cuidado en la tensión armónica. Prieto dirigió con gesto claro y buena intuición de las transiciones, sin caer en excesos ni rigideces.
Kern, por cierto, coronó su actuación con dos bises de enorme virtuosismo: aparcó el tópico Bach y regaló una exhibición lisztiana con la Rapsodia núm. 10 en la que apabulló a la audiencia con los refinados encabalgamientos de las manos, estilización de trinados, cruce de manos y los sorpresivos glissandi; frente a la exhibición de juego de dedos en la transcripción de Rachmaninov del Vuelo del moscardón de Rimsky-Korsakov.