Grandes figuras dramáticas ocuparon el programa de anoche en el Auditorio Nacional: la inevitable tragedia anunciada del drama shakespeariano de Romeo y Julieta y la desdichada pena para la eternidad en el Infierno dantesco de Francesca da Rimini, ambas piezas de Tchaikovsky, rodeaban la obra del compositor alemán, nacido en 1971, Matthias Pintscher, Hérodiade-Fragmente, definida como escena dramática para soprano y orquesta y basada sobre fragmentos del homónimo poema de Mallarmé; todo ello con la Orquesta Nacional de España, dirigida por Christoph Eschenbach.
Un programa que unía estéticas muy diversas, pero que estaba ligado por algunos puntos fundamentales que el director alemán supo resaltar magistralmente: la persistencia del sonido, el sentido de dramatismo y expresividad que atravesaba todas las piezas, y una tensión que pendió en todo momento de su batuta sin decaer mínimamente en ningún pasaje.
La primera pieza del compositor ruso nos introduce en el imaginario del drama de Shakespeare con el tono cálido de la madera y la cuerda, en una aparente calma que enseguida anuncia el horizonte de tragedia a través de los pizzicatos y su diálogo con las flautas. Eschenbach nos devuelve esa vivencia a través de un sonido generoso pero diáfano al mismo tiempo; como heredero de la tradición tardoromántica que pasa por Fürtwangler y Karajan, la riqueza del sonido nunca ha de ser reprimida, pero tampoco perderse en una amasijo de notas. Se perfilan claramente los temas y las frases, así como el equilibrio entre las partes, aun cuando llegados al célebre segundo tema, la tormenta se desata con fuerza y toda la orquesta al completo marcha disciplinadamente hacia la resolución del drama, hacia sus tonos más oscuros y estremecedores, que no son abandonados a pesar de la conclusión más luminosa.
Pero es la composición de Pintscher, la que nos obliga a la mayor concentración: con la gran presencia escénica de la soprano Marisol Montalvo, la transfiguración postexpresionista del poema de Mallarmé no pierde esa íntima contradicción típica de los grandes personajes dramáticos, su pulsión de muerte y la lucha por la autoafirmación de su ego. Ya no hay cabida para los elementos descriptivos y ambientales: están solamente el personaje y su espejo. La parte instrumental alterna momentos de pulsaciones mínimas, al límite de lo imperceptible, con otros en los que predomina un abundante uso de percusiones y de metal en los que la voz de la soprano debe abrirse paso entre la gran masa sonora. Las resonancias son cada vez más profundas, penetran en una capa subterránea, fuera del tema principal, del foco de la luz solar, pero con ello no desaparecen, sino que se hacen más imborrables. La última estrofa de Mallarmé comienza con el verso "J’attends une chose inconnue" (“Yo espero algo desconocido”): la paradoja de la espera de lo indecible se vuelca en una sonoridad hecha cada vez más de silencios, hasta la extinción de lo fenoménico, pero no del sentido trágico de la obra.