El enorme telón grana aloja en su centro lo que parece ser una esfera incandescente, un polo de irradiación que sugiere anticipadamente toda suerte de metonimias: la sangre derramada en un Pekín mítico, el corazón palpitante de Calaf, la ira de Turandot, el triunfo salvífico del amor, la compasión de Liù… La música da comienzo y queda a la vista el escenario, muy poblado por el ejército del emperador y por la multitud congregada en la explanada, expectante ante la inminente muerte de la última víctima de la princesa. Estos espacios amplios y abiertos dominan el transcurso de la trama y contribuyen a resaltar la dimensión monumental de la ópera, donde el desempeño del Coro Intermezzo –espléndido durante la totalidad de la función de anoche– ejerce un rol fundamental en la construcción acumulativa del duelo –intelectual y emocional– entre Turandot y su pretendiente. No obstante, en estas primeras escenas la propuesta de Robert Wilson acusa ostensiblemente una serie de cambios de decorado y coreografías que no enfatizan el carácter sobrecogedor del planteamiento, ni tampoco logran ofrecer un contraste suficiente a efectos de potenciar de forma negativa lo anterior: el movimiento de los paneles o los gestos casi autoparódicos de los soldados restan dramatismo, solemnidad y grandeza a la presentación de los personajes, así como distraen la atención con respecto al desarrollo argumental de los cuadros iniciáticos, esenciales en tanto que concentran las claves para el ulterior y postrer desenlace.
Mejor impresión provocan, en términos generales –pero, especialmente, en sus recreaciones del sol, la luna y, en definitiva, de los elementos diegéticos– las imágenes de Tomek Jeziorski y la sutil iluminación, que, a través de intensidades que se corresponden con los tonos cálidos y fríos reflejados sobre la pantalla, a su vez acompañan sincrónicamente los diferentes momentos de la historia. Es menester remarcar en el Acto I la notable exhibición de los dos coros –a excepción de ciertos tramos en los que, probablemente por falta de visibilidad, su voz retrasó el tempo marcado desde el foso– y las figuras de Andrea Mastroni y Yolanda Auyanet en los papeles de Timur y Liù respectivamente –merece subrayarse la completa actuación de la soprano canaria, soberbia en cada una de sus intervenciones–. En solitario y en conjunto, la dupla infundió fuerza a la interpretación, con una proyección vocal absolutamente pujante, sin perjuicio de dicciones, tonos y colores asimismo adecuados.