La obra de José de Nebra recibe, afortunadamente, cada vez más atenciones, e Iphigenia en Tracia es la segunda composición escénica que llega a teatros españoles, concretamente al Teatro de la Zarzuela. Estrenada en Madrid en 1747, es posiblemente su zarzuela más celebrada y una de sus obras más conseguidas, tanto en lo vocal como en lo instrumental. No hace falta más que acercarse a la obertura de esta historia de temática mitológica, para darse cuenta de la genialidad y chispa del compositor bilbilitano, especialmente a la hora de introducir elementos de la música castellana.
El Teatro de la Zarzuela optó por realizar una versión con escenografía contemporánea, que podríamos calificar como minimalista, de Frederic Amat, enmarcado en la idea escénica de Pablo Viar. Si bien resulta muy lograda estéticamente, lo único que ayuda a la comprensión de la obra es el hecho de que cada personaje se identifica con un color en su vestuario. Donde no acertó Viar fue al eliminar todos los diálogos –precisamente lo que diferencia a la zarzuela de la ópera es la presencia del diálogo hablado, donde discurre la acción dramática– sustituyéndolos por unos monólogos de Iphigenia con voz en off, perdiéndose gran parte de la dramaturgia. En la interpretación estrictamente musical fue donde más cojeó esta producción. La orquesta residente del Teatro, la Orquesta de la Comunidad de Madrid, fue la responsable dar vida a la partitura de Nebra, con la incorporación de un clave para el continuo (interpretado por Aarón Zapico) y trompas naturales como instrumentos históricos. La dirección del joven Francesc Prat no pudo evitar que el foso sonase más bien a un clasicismo tardío –tenía enfrente un conjunto bastante más grande de lo que se estilaba en la época del estreno– utilizando un fraseo más limitado y menos asemejado al de una orquesta barroca, pero sí estuvo acertado en la elección de los tempi.