No es habitual que un joven director escoja para su presentación con una orquesta sinfónica un programa tan exigente como el que José Trigueros diseñó para su debut en la temporada de la Sinfónica de Galicia. Primer percusionista de la orquesta desde 2001, Trigueros ha desarrollado paralelamente una interesante carrera como director de orquesta. Aunque ya acumula una valiosa experiencia al frente de distintas agrupaciones, es encomiable que ante semejante prueba de fuego se haya decantado por un estreno absoluto y dos infrecuentes obras del siglo XX.
El programa se abrió con la bellísima suite de El príncipe Csongor y los duendes del compositor húngaro Leo Weiner. Música rescatada de un injusto olvido por George Solti; sus virtudes fueron realzadas por un inspirado Trigueros. Así, la expansiva introducción sorprendió por su inconfundible aroma magiar, perfectamente recreado desde el pódium. Cuerdas luminosas e intervenciones de los vientos incisivas y plenas de personalidad, dieron vida a un enérgico crescendo que fue llevado por Trigueros a un tiempo animado, nada retórico, muy acertado. Su culminación en un poderosísimo clímax dio paso a un virtuosístico y desbordante Scherzo que protagonizó la segunda parte de la obra.
Tras este brillante aperitivo, la novedad vino de la mano del estreno mundial del Concierto para tuba del compositor coruñés afincado en Ámsterdam, Federico Mosquera. Todo un reto que surgió a raíz de la propuesta al compositor por parte del tubista principal de la Sinfónica de Galicia, Jesper Boile Nielsen. Mosquera cuenta en su haber con varios estrenos sinfónicos en los que ha mostrado una decidida afinidad por un lenguaje tonal que lo emparentaría con los compositores de la primera mitad del siglo XX. Contra lo que pudiera pensarse, intentar ser un epígono de la gran tradición post-romántica o expresionista no es una tarea sencilla. Y la mejor prueba lo tenemos en el caso de ilustres nombres pertenecientes a las vanguardias más rabiosas, que en un momento dado dieron un giro hacia lenguajes más conservadores. Para sorpresa de propios y extraños lo único que consiguieron fue demostrar que el límite entre lo sublime y lo ridículo es asombrosamente delgado.
Mosquera estuvo a la altura del reto escribiendo una partitura amena, llena de referencias y guiños a compositores del pasado, pero integrándolos en su propio discurso de una forma natural y sincera. Mosquera explota el lado más cantabile del instrumento y rehúye los registros más graves, así como cualquier tipo de procedimiento extendido. El resultado es una partitura muy accesible, rica en caracteres y colores y que demuestra un magnífico dominio de la forma. Sin duda pasará a formar parte del repertorio concertístico para tan singular instrumento.