Hay ocasiones en las que los aspectos extramusicales de un concierto están tan presentes en la sala como la propia música que configura el programa, por muy atractiva que ésta sea. Éste fue el caso del vigésimo programa de abono de la Sinfónica de Galicia. A nadie se le escapaba que este concierto precedía en una semana al debut de Juanjo Mena con la Filarmónica de Berlín, evento histórico no sólo para él mismo sino también para la pequeña memoria de la dirección orquestal española. No en vano hasta la fecha solo ocho directores españoles han gozado de ese privilegio.
Para realzar aún más el morbo del evento, Mena dirigió a la OSG exactamente el mismo programa que conducirá en Berlín, incluso con idénticas solistas: la arpista Marie-Pierre Langlamet y la soprano Raquel Lojendio. Un programa muy bien ideado, conformado en sus extremos por Iberia de Debussy y El sombrero de tres picos de Falla; dos obras maestras plasmando en una partitura los aromas y colores de la España de su tiempo. Entre ambas, el Concierto para arpa de Ginastera supuso un afín contrapunto.
No son pocas las dificultades que Iberia plantea al director, pues se trata de una obra repleta de todo tipo de sutilezas tímbricas y abruptos cambios de ritmo y dinámicas. No en vano supuso para Debussy un arduo trabajo de orquestación, como así reflejan los numerosísimos bocetos existentes de la partitura. Mena las resolvió con acierto, muy especialmente en lo que respecta al manejo de las transiciones, confiriéndoles fluidez y naturalidad, logrando así que los numerosos episodios que conforman la partitura se sucediesen sin transmitir en ningún momento la apariencia de formar compartimentos estancos.
La orquesta respondió a su batuta a la perfección, transmitiendo seguridad, sutileza -refinadísima la percusión en sus continuas intervenciones- y carácter, como por ejemplo en los críticos solos de las maderas. En Por las calles y los caminos Mena optó por un tiempo relativamente vivo, y sin embargo, esto no impidió que brillase la fuerza lírica y evocadora de la música. Estuvo igualmente acertado dando vida a los aromas de Los perfumes de la noche, donde contó con la complicidad de unas cuerdas aterciopeladas, muy efusivas y sugerentes. Fue reveladora la forma en que Mena construyó la transición a La mañana de un día de fiesta, pasaje del que Debussy se sentía tan orgulloso. Este último número fue recreado con elegancia evitando cualquier concesión folklórica. Mena salió triunfante del que era el mayor reto de la noche.