Las dos primeras décadas del s. XXI han servido para conmemorar cien años de las revoluciones musicales que marcarían la ruta de navegación de la última centuria. Tiempo también para reflexionar en la distancia sobre cada germen del modernismo temprano, sea La consagración de la primavera, Pelléas et Mélisande, las obras tardías de Mahler más el aniversario de su deceso, o las pioneras obras de Schoenberg, como el Segundo cuarteto, las Piezas orquestales, op. 16 o Pierrot Lunaire, sin olvidar a Bartók, Webern y Berg.
Una de estas revoluciones, ora soslayada ora olvidada, tendría lugar en el piano. Y no sería Europa la cuna de esta caldera de innovaciones, sino los Estados Unidos. En este país floreció una generación de compositores convencidos de que para crear una estética propia e independiente de las influencias del Viejo Continente, debían romper las reglas establecidas en vez de fusionar las consolidadas antiguas prácticas con las músicas vernáculas. En este artículo nos concentraremos en cuatro de estos compositores, que precisamente encontraron en el piano el laboratorio perfecto para trabajar sus ideas, o fueron inspirados por este para un viaje a lo más hondo de la exploración sónica. Dicha cuaterna corresponde a Henry Cowell, George Antheil, Leo Ornstein y Ruth Crawford Seeger.
Probablemente el más influyente para la posteridad fue Henry Cowell (1897-1965). Californiano, de origen irlandés, su nombre se asocia generalmente a dos innovaciones. Una, netamente teórica, es el uso del cluster o racimo de sonidos adyacentes, a veces denominada armonía de segundas, aunque esto es algo incompleto, ya que al usar más de tres o cuatro alturas el concepto de armonía se difumina. Aunque la responsabilidad es compartida con Ornstein, reseñado más abajo, Cowell ayudó a teorizar sobre los clusters en sus escritos, e incluso recibió una carta de Bartók solicitando su permiso para usarlo en sus composiciones. La otra invención, esta vez sí propiamente de Cowell, es la de tocar el piano directamente en sus cuerdas, con las manos, con la yema de los dedos, o con objetos –algo muy común hoy en día–, y creó piezas exclusivamente con esta “manera” de tocar, como Aeolian Harp (1923) y la etérea The Banshee (1925). Ciertamente el concepto de técnicas extendidas tiene su germen aquí.
Pero la vocación no conformista de Cowell se advierte desde temprano, y bien temprano, ya que siendo solo un adolescente escribió The Tides of Mananaun (1912), donde la modalidad y los nacientes clusters colisionan en un mundo sonoro que ya no tiene nada que ver con romanticismos ni impresionismos. Diatonicismo, material pentatónico y modos conviven con atonalidad libre en un corpus pianístico diverso, único. Un enfoque más feroz se aprecia en What’s This (1914), Dynamic Motion (1914) y Tiger (1928). Más allá del piano, Cowell fue un compositor inmensamente prolífico, con centenares de obras orquestales, de cámara, una ópera aun no estrenada (sobre el libertador chileno Bernardo O’Higgins), y que en su etapa tardía se nutrió del estudio de músicas no occidentales, principalmente de Japón e Irán.
Si Cowell es el más influyente, entonces George Antheil (1900-1959) es el más famoso. Una reputación que recae principalmente en una sola composición que marcaría una época, pero que al mismo tiempo provocó una incomprensión que solo en décadas recientes se ha diluido para mostrar la obra en su real magnitud. Hablamos del controversial Ballet mécanique, completado en 1924. Esta confluencia de primitivismo atávico (influenciado sin duda por La consagración), y la estética mecanicista propia de los futuristas italianos en la era de los rascacielos, es la suma de algo que el compositor-pianista ya venía trabajando. Comenzando con la seminal Fuegos artificiales de 1919, pasando por sus Sonata núm. 2 “El avión” (1921), núm. 3 “La muerte de las máquinas” (1923) y la Sonata Sauvage (1923), hasta llegar a la suite Mecanismos (1923), antecedente directo del Ballet, Antheil escandalizó a las audiencias europeas, entre las que se podía ver desde peleas de puños hasta la admiración de personajes como Erik Satie. La promoción de sus conciertos como un espectáculo casi de varietés no ayudó a reflejar su música como algo serio en ciertos círculos.
Al igual que en Cowell, los clusters aparecen en la música de Antheil como ingrediente ineludible, a veces perpetrados con uso de puños y antebrazos. Antheil también utiliza recursos y gestualidades tomadas del jazz y el ragtime, tales como amplios glissandi, y que aparecen muy explícitos en obras como la Jazz Sonata de 1922 o A Jazz Symphony, 1927 (una especie de respuesta “antheiliana” a la Rhapsody in Blue de Gershwin, y comisionada también por Paul Whiteman). El piano continuó siendo importante para Antheil incluso cuando dejó de realizar conciertos para enfocarse exclusivamente en la composición. Absorbido por la moda neoclásica parisina, finalmente derivó en su estilo definitivo: del neo-romanticismo al sinfonismo ruso tipo Prokofiev-Shostakovich y al estilo del New Deal americano capitaneado por Copland, Harris y Hanson. Durante este proceso sigue gestando obras pianísticas, pero que no alcanzan la frescura de su período más radical.