Los aficionados sabemos que acudir a una representación de Parsifal tiene algo de peregrinación. Wagner la definió no como drama musical, ni por supuesto como ópera, sino como “festival escénico sagrado”: un proyecto de espiritualidad y transcendencia a la altura del más ambicioso de los compositores. Es una obra peligrosa por su carácter y su paso lento, que mal ejecutada puede convertirse en una tortura de cinco horas, pero que si se hace con acierto, es capaz de producir una conmoción única en el repertorio. La producción que estos días programa el Teatro Real de Madrid, se queda a medio camino entre ambos extremos.
La propuesta escénica de Claus Guth traslada la acción desde la Edad Media que indica el libretto hasta un hospital centroeuropeo en el periodo de entreguerras. Los referentes son apropiados, y hay una conexión muy pertinente entre el sanatorio y el castillo del grial a través de la pérdida de la inocencia, de esas heridas que no sanan y del continuo combate con la muerte. Más allá de esto, Guth parece no centrarse en la espiritualidad de la obra, resaltándola en contadas ocasiones a través de la poesía visual de algunas estampas, y se enfoca en construir una narrativa a modo de tragedia. Una lectura ya conocida que, aunque válida, hay que manejar con infinito cuidado.
Como prácticamente cada vez que se usa el escenario rotatorio, pareciera que hay una necesidad de mantenerlo todo en movimiento, un tiovivo escenográfico y un exceso general de acción que no casa siempre bien con la naturaleza estática de la partitura. Hay dos momentos en los que esto es especialmente notable: durante la ceremonia del grial, la trama y personajes se separan en hasta cinco escenarios diferentes a costa de la extraordinaria narrativa musical de la partitura; después, en el duelo emocional del segundo acto, el escenario se llena de figurantes que anulan la privacidad imprescindible del momento, mal asunto para el fondo dramático de la escena. Más acertado, aunque ya visto, es el guiño final a la historia del siglo XX, con el renacido y mesiánico Parsifal como portador de un nuevo orden desasosegante.
Pero si hay un aspecto por el que esta producción merece la pena es por el extraordinario trabajo del director Semyon Bychkov. Su Elektra de hace media década en este mismo teatro forma ya parte de la historia del Real y cada vez que nos visita nos deja un inmejorable sabor de boca. Bychkov no se asusta de las grandes intensidades y lleva el foso al límite en potencia e intensidad dramática. A diferencia de lo que sucede con directores menos diestros, lo hace sin perder claridad en el sonido, a través de un balance de empaste y detalle extraordinariamente medido que conducen a un estado de permanente tensión durante toda la representación. Estuvo especialmente acertado en el complicado tercer acto –que hemos visto venirse abajo tantas veces– cuando, sin apenas interferencias de unas voces no completamente apropiadas, ofreció los momentos más expansivos de una velada en la que no sobraron episodios redondos. Su actuación corrobora los buenos resultados de la Sinfónica de Madrid cuando se encuentra con alguien capaz de dirigirla.