A pesar de lo que nos pueda sugerir el imaginario bucólico, los bosques son lugares peligrosos. En las horas nocturnas, la oscuridad se hace ingobernable y, junto con el sentido de la orientación, las normas morales tienden a escabullirse tras los troncos de los árboles. Es este entorno, sombrío y lúgubre, el que ha elegido Claus Guth para narrar, no la vida disoluta de Don Giovanni, sino sus horas finales. Es un entorno propenso a generar encuentros desdichados, un lugar en el que las alucinaciones se dan la mano con estertores de una libertad relegada al papel de figurante. La propuesta escénica abunda en la construcción de un Don Juan derrotado desde la obertura, víctima más que verdugo, con el que se empatiza por misericordia y no por atractivo ni carisma.
Guth siempre nos sorprende con sus miradas sobre obras ya mil veces vistas: novedosas, meditadas y siempre orientadas a explorar el conflicto psíquico. Es imposible olvidar su extraordinaria Rodelinda o su decadente Parsifal en este mismo escenario o su evocadora Clemenza de Glyndebourne; en todas ellas la acción gravita en torno a las tensiones internas de uno de sus personajes. Si esta producción no acaba de situarse a su mismo nivel, no es tanto por el planteamiento, sino por su desarrollo. La monotonía preside la acción, el escenario giratorio parece ofrecer una y otra vez las mismas coníferas, los encuentros de los personajes se repiten sin aparente hilo conductor y, finalmente, uno abandona la sala sin recordar ninguna de esas impactantes escenas visuales que un buen trabajo debe producir. En esta ocasión, la plástica no alcanza lo conceptual.
En el aspecto musical, es esta una representación que se puede disfrutar si se está dispuesto a hacer una renuncia de antemano. Hay que olvidarse de esa concepción de la música de Mozart como la búsqueda definitiva de equilibrio, de mesura, de alcanzar lo sublime a través de la línea melódica, y entregarse a un reparto con una manera de cantar de calidad, aunque dominada por otras coordenadas interpretativas.
El protagonista, Christopher Maltman, que estrenó en Salzburgo esta misma producción, conoce al dedillo un papel que ha hecho suyo en innumerables ocasiones. El canto está cimentado en la sabiduría más que en la excelencia técnica. A pesar de las acrobacias trepadoras a las que se le sometió, su presencia escénica resultó extrañamente limitada, excepto en momentos como su “Deh! Vieni alla finestra”, pura exhibición de caricia vocal y sensibilidad. A su camarada Schrott se le ve en su salsa como un Leporello pasado de rosca, ebrio y desenfrenado; unos principios desde los que el uruguayo parece construir muchos de sus papeles. La emisión es potente y atractiva, y su lenguaje corporal suficientemente pujante como para robar el protagonismo a cualquiera. Su “Catálogo”, magnífico, mantuvo el justo equilibrio entre comicidad y buen canto.