En el habitual concierto de Víctor Pablo Pérez en la temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia, éste optó por dirigir un programa conciso, pero profundamente significativo constituido por la Sinfonía núm. 2 en do menor, de Bruckner, en su versión de 1877. Fue sin embargo sorprendente que ésta constituyese la única obra del programa, hasta el punto de que la velada apenas superó la hora de duración. Ya que no hay mal que por bien no venga, esta elección permitió que tanto la orquesta como el director centralizasen la semana completa de ensayos en esta única obra, y sin duda esto se reflejó en una ejecución técnicamente impecable.
La interpretación fue especialmente notable por la cohesión de las cuerdas, que, tal como nos tienen acostumbrados en las últimas temporadas, deslumbraron una vez más por su precisión rítmica y su pureza de sonido. Esta unidad fue complementada por las maderas, las cuales destacaron por su claridad, articulación y por su excepcional despliegue de musicalidad. A pesar de la llamativa ausencia de los cuatro principales de maderas, sus sustitutos en cada sección se mostraron a la altura del desafío. María José Ortuño en la flauta, Carolina Canosa en el oboe, Iván Marín en el clarinete y Ellen Harriswangler en el fagot, realizaron una exhibición de técnica depurada y de habilidad para dialogar camerísticamente, a la vez que se integraron a la perfección con el conjunto. Por su parte, la sección de metales, con cuatro trompas, dos trompetas y tres trombones, añadió un sonido robusto y brillante, subrayando los pasajes más dramáticos de la partitura con fuerza y resonancia. Momentos clave como son la conclusión del Moderato y del Final abrumaron por su despliegue de potencia y precisión.
A pesar de la sólida trayectoria bruckneriana de Víctor Pablo Pérez, ésta constituía la primera ocasión en que el director burgalés se ponía al frente de la OSG para dirigir la Segunda sinfonía. No es precisamente un reto sencillo, en parte por la indefinición que crea la ubicación de la obra en un momento de transición entre las primeras sinfonías, juvenilmente impetuosas, y la tercera, ya decididamente paradigmática del estilo sinfónico del compositor. Obviamente, no es fácil otorgar coherencia interpretativa a una obra de esta naturaleza, llena de contradicciones, las mismas que marcaron la vida del compositor, tal como detalla a la perfección Luis Suñén en sus inspiradas notas al programa. Probablemente, la mejor fórmula sea dirigir al Bruckner de la Segunda como si no fuese Bruckner, evitando huir de la tentación de plantearla como si fuese un primordio de la Quinta o de la Octava, evitando por tanto insuflarle una trascendencia de la que carece o exacerbando una bipolaridad temática todavía en fase de ensayo-error por parte del compositor. Este fue el gran problema de la interpretación: hubo refinamiento en los detalles, pero la obra careció de una línea decidida y coherente.