La Sinfónica de Galicia abrió el año 2017 con la presencia del israelí Ilan Volkov como director invitado y del pianista Horacio Lavandera y el trompetista John Aigi como solistas. En un programa ya de por sí intenso, las emociones se pusieron a flor de piel desde el mismísimo arranque, cuando se anunció por la megafonía que el concierto estaría dedicado a la memoria de David Ethève, violonchelo principal de la orquesta desde 1992 y prematuramente fallecido a los 50 años de edad.
Largas y sentidísimas ovaciones del público enmarcaron la interpretación por la sección de chelos de la orquesta del arreglo de Friedrich Grützmacher de la Marcha de Elsa hacia la catedral de Amberes, del Lohengrin wagneriano, evocando de esta manera la propina que el solista había ofrecido al público en su último concierto como solista.
Tras tan emotivo preludio se iniciaba el programa con un estreno mundial de inspiración igualmente luctuosa. Paisaxes escuras de Xabier Mariño nació a raíz de la ola de incendios forestales que asoló Galicia en el verano de 2006 y que costó la vida a cuatro personas. La partitura, que ha tardado ocho años en ver la luz, representa un magnífico ejemplo de cómo música escrita en un lenguaje abstracto, rabiosamente moderno, y usando los medios y las técnicas vanguardistas puede concitar de la forma más vívida todo tipo de emociones. En la partitura de Mariño se alternan momentos introspectivos con otros dotados de una fuerza propulsiva abrumadora, la cual, de hecho, conduce a un clímax central sabiamente construido. A pesar de su brevedad, a lo largo de la obra se exhiben un amplio repertorio de procedimientos, como es el caso de clusters de las cuerdas y técnicas extendidas en los instrumentos de viento o en la percusión, o el uso de la fricción con arcos. Los solitarios e incisivos glissandi de las maderas al final de la obra –que ya habían sido insinuados en la introducción– conformaron un sobrecogedor y original final.
Tras este prometedor estreno, la antepenúltima sinfonía londinense de Haydn supuso un salto hacia atrás en el tiempo cronológico de dos siglos, pero de años luz en cuanto a simplicidad formal y expresiva. Sin embargo, no fue suficiente para disipar la atmósfera un tanto afligida que reinaba en el Palacio de la Ópera. No ayudó el carácter algo grave y ampuloso que Volkov imprimió al Vivace y al Adagio iniciales. En este último, las ondulantes melodías de los chelos sin duda evocaron una vez más en músicos y audiencia el recuerdo del añorado Ethève. En el Minuetto, y muy especialmente en el humorístico Presto final, Volkov se las arregló para que los músicos dejasen atrás cualquier atisbo de melancolía y se entregasen a una vibrante y efusiva interpretación.