En principio todo era silencio, indistinto e insensato, y Haydn supo cómo romperlo. El oratorio La Creación para orquesta, coro y solistas se presta muy bien a una doble lectura que entrelaza el aspecto narrativo de los hechos del Génesis con los desafíos musicales a los que el compositor se enfrenta a la hora de describir un tema tan complejo, desde el punto de vista teológico, como el de la creación del mundo a partir de la nada.
Hay una serie de tensiones conceptuales y musicales en la obra, de cuya adecuada articulación depende el resultado de una lograda ejecución: por un lado, el contraste entre la expresión de lo más abstracto y absoluto, como es el comienzo a partir de la nada y la totalidad de Dios, y la descripción de cada uno de los episodios donde el texto se detiene en los elementos más concretos y sensoriales, como los animales o los fenómenos meteorológicos; también está la tensión entre la oscuridad de un Dios misterioso y sombrío y la luz plena que se despliega a través de la aparición del hombre, respondiendo a la exigencia humanista del ilustrado Haydn. Además, y ya en un plano más musical, está la relación compleja entre la orquesta, los solistas y el coro.
La magistral obertura orquestal nos introduce en una luz tenue que se vislumbra en medio de las tinieblas del caos: un sobresalto del tutti sobre una única nota, un do, luego unas pocas notas más, manteniendo la ambigüedad cromática, que se resuelve poco a poco, con reiteradas hesitaciones de cada una de las partes de la orquesta y con un dramatismo y un misterio que no cesan completamente ni siquiera cuando el arcángel Rafael anuncia, en el recitativo, el comienzo de la Creación. En cierta medida, es importante comprender que la música no acompaña a las palabras, sino que más bien es lo contrario: las voces solistas representan a los arcángeles que cuentan aquello que Dios está creando, por lo tanto la música precede a las palabras. Por otro lado, el coro exalta el resultado, añadiendo majestuosidad a la partitura. El movimiento hacia la total realización de la labor divina es progresivo y unívoco y los contrastes siempre han de ser entendidos dentro de ese movimiento como fruto de la pluralidad de todo lo que tiene cabida en la Creación: la multiplicidad que se recoge en la unidad. Por ello, hace bien Afkham en mantener un registro no monótono aunque constante, sabiendo aprovechar las sutilezas que la partitura presenta, pero sin perder la conexión estructural de todos sus momentos. Que haya diversos registros no significa que no permanezca una tónica común: el dramatismo descriptivo de la orquesta se conjuga con la solemne dicha de los recitativos (“y Dios vio que resultaba bien”), la delicadeza de las arias, especialmente las del arcángel-soprano Gabriel que se entretejen con la potencia contrapuntística de los coros (donde es muy evidente la admiración de Haydn por Handel).