“¿Qué es lo primero que recuerdas?”. Esta es la inquietante pregunta que espeta Peter Stamm, escritor suizo y libretista de Zelle: wenn es dunkel wird, al inicio de la ópera. Un interrogante que no sabemos bien si quien lo emite, una policía, se dirige a la presunta asesina de sus dos hijos aparecida en una solitaria cabaña en lo alto de una montaña, a sí misma, ya que no obtiene respuesta alguna, o al espectador. De este modo, desde una ambigüedad total, la escenógrafa chino-británica Jamie Mann impele al oyente a reflexionar sobre asuntos como la soledad, nuestras relaciones con los demás o la maternidad.
Digo oyente, porque el principal elemento que utiliza Mann para acercar esas dudas al público es una escucha rayana en lo acusmático. Se escucha más que se ve y, la mayor parte de las veces solo se intuye la colocación de la fuente en el escenario, potenciando la incertidumbre. El diseño sonoro de Zelle parte de la contraposición, superposición, compleción o contraste de los timbres y estilos vocales de un contratenor que guía la acción en alemán, Steve Katona, del introspectivo canto difónico producido por Olesya Zdorovestska y la alternancia entre el recitado y el canto de un texto en japonés realizado por la intérprete de nō Ryoko Aoki. En general, el texto es tratado de manera que se pueda entender, sin embargo, en algún pasaje se pretende una ejecución fonética del mismo. Un momento, trasladado por la traducción simultánea en valenciano como un loco galimatías, que no se llegó a comprender. Las tres voces se apoyan, a su vez, en tres elementos que sirven de soporte textural o de contrapunto: la electrónica, a cargo de Tatiana Rosa, la percusión de Joey Marijs (unas grandes láminas metálicas) y una guitarra eléctrica usada de forma muy heterodoxa por Wiek Hijmans.
La acusmática acrecienta la imaginación por lo que la falta de un decorado definido fue suplida por la creatividad de cada asistente. En mi caso, no fue difícil presentir el inmenso bosque invernal en el que transcurre la acción, apoyado por la aparición de una letanía ancestral que hablaba de curaciones y de presencias mágicas. No obstante, a pesar de la oscuridad que preside la escena durante los cincuenta y tres minutos que duró la función, hubo dos momentos en los que se hizo la luz: el primero para gritar desesperadamente varias veces el pronombre sie (ella), acompañado de un estridente y molesto chisporroteo lumínico y sonoro. El segundo, para simular una especie de esperanzador amanecer, atisbado entre la espesa bruma que rodeaba una cima formada por dos cuerpos amorfos que no paraban de moverse. Pero todo quedó en nada. El desasosiego y la negrura llegaron hasta el final. Ya lo decía el narrador: “no se puede encontrar lo que ya se ha perdido”.