Sostiene Julian Budden, biógrafo de Verdi, que cuando éste presentó El trovador al libretista Salvatore Cammarano lo definió como un drama “bellísimo, imaginativo y con situaciones potentes”. Esta misma triple adjetivación se puede aplicar, stricto sensu, a la lectura que hace Àlex Ollé de la ópera. Es plásticamente hermosa, inteligente en su conceptualización y alcanzó cotas altas de intensidad, con la cooperación necesaria del director musical, Maurizio Benini, y de un formidable elenco.
A lo largo del drama, Ollé sume a los protagonistas en su propio laberinto. Un dédalo mental pero también físico, perimetrado por bloques como los del Memorial del Holocausto de Berlín. Grandes piezas de cemento que suben, bajan y se hunden, simulando almenas o trincheras, como las que salen en las películas, o lápidas, que cubren los túmulos que acogen a los muertos de la Gran Guerra. Un conflicto simbolizado por las máscaras de gas, que causó tanto estupor como trastornos psíquicos y que dio paso tanto a los primeros experimentos democratizadores —la República de Weimar— como al auge de las dictaduras y del fascismo. Pero, en realidad, el conflicto que reflejó Antonio García Gutiérrez fue el resultante de la guerra de sucesión al trono de Aragón. Manrico es fiel al Conde de Urgell, uno de los postulantes. Frente a ellos el Conde de Luna, al servicio de Fernando de Trastámara, luego el Católico. Por tanto, según Ollé, éstos son los alemanes y aquellos los británicos o los franceses, pongamos por caso. En medio de todos, Leonora. Pero este es solo un plano. El otro, en el que Azucena prepara su venganza, es mostrado por el regidor como si de un montaje cinematográfico se tratase: en paralelo y secuencia a secuencia. Una lección de dramaturgia.
Es verdad que hubo más movimiento en los paralelepípedos rectangulares que entre las personas, sobre todo en lo que respecta al elenco, más bien pobre en este sentido. Por el contrario, las escenas de masas estuvieron bien estudiadas y el parecido de alguna de ellas a cualquiera de los cuadros sobre fusilamientos que existen fue evidente. La iluminación ideada por Urs Schönebaum fue rica en matices y la parte que da en ocres, marrones y bronces se cumplimentó a la perfección con el sonido herrumbroso que emitió Semenchuk. Esta mezzo, bien conocida en la casa, era esperada. No defraudó. Al acabar, hubo quien dijo que fue la mejor de la función. Volvió a lucir sonido lleno, óptima estructuración de las arias y expresión como actriz. Tuvo un momento delirante al declarar haber lanzado a la hoguera a su propio hijo, arropada, además, por el envoltorio orquestal que le brindó Benini. Al final, estuvo conmovedoramente doliente.