El Teatro Real acababa la pasada temporada con una obra sobre la fatalidad de una enfermedad respiratoria y comienza ahora el curso escénico con otra acerca de máscaras; sí, el destino nos procura malos chistes con frecuencia. Este estreno, además, ha estado marcado por las reacciones del público a asuntos que se alejan de lo artístico: la entrega entusiasta en la gala joven, la primera cancelación de la historia del Real por revuelta popular, la tensión aplastante en la siguiente función y, finalmente, la cautela. Pero para acabar esta montaña rusa de emociones, conviene dejar de lado por un momento la pandemia y sus consecuencias, y lanzarse de lleno a lo que ha acabado siendo una experiencia musical excelente, de las que conforman una gran noche de ópera.
El cliché clásico que define una buena representación requiere una soprano espectacular y un buen equipo de cantantes que la acompañe, este podría ser el resumen de las funciones protagonizadas por la norteamericana Sondra Radvanovsky. Se añadió al cartel a última hora –un beneficio colateral de la pandemia es que las estrellas de Met parecen venir a Madrid más fácilmente– y su actuación solo merece calificaciones sobresalientes. Su emisión nos cala hasta lo más profundo: en los fortes, atronadores, pero a la vez llenos de sensibilidad y sin rastro de grito; y también en esos pianos flotantes que gusta de completar con dinámicas aceleradas. Exhibe un dramatismo sobrecogedor basado exclusivamente en su dominio vocal –no es que no domine el registro corporal, es que su excelente canto es suficiente para expresar el rango de emociones que el papel requiere.
Ramón Vargas le da una buena réplica, sobre todo en sus momentos en solitario. Aunque en ocasiones hubo cierta falta de control en el tercio alto, el centro es apuesto y seguro, y su construcción del personaje creció según avanzó la noche. Silvia Beltrami construyó una apropiadísima Ulrica, amenazante y rugiente. Combinando su voz con la de Radvanovsky, generó un empaste fascinante, por contraste en los colores, en el que el todo se demostró mucho más que la suma de dos partes ya de por sí excelentes. Carismática, Sara Blanch demostró soltura y desparpajo, además de ofrecer una lección de agilidades y estacatos –se incorporó a ultimísima hora al papel de Oscar, su nombre ni siquiera figuraba en una adenda al programa. Por último, George Petean, imponente en cada aparición, pareció disputarle al protagonismo a Vargas, no solo por la calidad del canto, sino por esa facilidad para los agudos y ese color claro, por momentos de tenor, que lució como Renato. En el foso, Luisotti demostró que entiende la narrativa verdiana, su teatralidad, sus vaivenes, sus ataques, sus retiradas y, sobre todo, su entendimiento absoluto de la voz humana.