En ese ambiente de excitación que persigue a Afkham desde que se incorporó a la OCNE, y acentuado por el éxito del Mahler de la semana anterior, el público recibió a la orquesta y al director con un afecto muy distinto al que se percibía en este mismo Auditorio hace apenas dos o tres años. El programa en esta ocasión lo conformaban la primera sinfonía de Brahms, el Concierto para piano núm. 20 de Mozart y un adelanto del Wilde de Hèctor Parra.
Es siempre difícil integrar obras de composición reciente en el programa de un concierto, en parte porque los objetivos y presupuestos estéticos que las animan no pueden estar más lejos conceptualmente, y porque para el oyente no es sencillo cambiar de horma auditiva. Así se explica el cauto recibimiento de la Wilde Concert Overture and Finale, fragmento en forma de suite que la OSB ha encargado a Hèctor Parra. El origen del material temático es la ópera homónima del compositor, que va aplicando una elaborada técnica de collage para integrar la claustrofobia tímbrica, el vértigo rítmico y la multiplicidad de planos en un tejido musical homogéneo. Buen adelanto que mantiene altas las expectativas respecto a la obra sin perder un ápice de la turbidez originaria de la ópera. La defensa de la orquesta fue convencida y convincente, atenta a un entramado de ritmos casi laberínticos y a la capacidad de sugestión de la partitura.
El Concierto para piano y orquesta núm. 20 de Mozart tuvo un protagonista inesperado: la propia orquesta. Son muchas ya las batutas especializadas que han pasado por el podio de la ONE, a las que hay que sumar la presencia de Giovanni Antonini en labores casi pedagógicas con su Proyecto Barroco. Pues diera la sensación de que toda esa capitalización de conocimiento históricamente informado hubiera cristalizado en este Mozart de madurez y con rumor de réquiem de fondo. Agilidad dinámica sin excesos, control del vibrato, sentido constructivo de la forma y sonoridad bella pero sin opulencias, fueron articulando un Mozart falsamente sencillo que sonó natural y franco. Sobre ese paisaje de Claude Lorrain dibujó el pianista Leif Ove Andsnes un Allegro dicho de forma precisa pero de escasa introspección. Hay una línea muy fina que separa lo amable de lo íntimo, y el pianista noruego casi siempre estuvo del lado gentil, menos interesante en lo expresivo. Como propina interpretó dos bagatelas beethovenianas un tanto impetuosas en el más puro estilo del joven Artur Schnabel.