Tras los dos intensos programas previos, la Sinfónica de Galicia ofreció en esta ocasión una velada más clásica y liviana de la mano de Josep Pons. Habitual en La Coruña, las visitas del director siempre han resultado exitosas. Un reflejo de su especial afinidad por la orquesta lo escuchamos en sus declaraciones de los días previos al concierto en las que se refirió a la Sinfónica de Galicia como "la mejor orquesta de España". En esta ocasión Pons se enfrentaba al reto de dar vida a un programa un tanto atípico formado por un concierto del clasicismo y una obra de los años sesenta del siglo XX, accesible y de inspiración pretérita.
En la primera parte se ofreció el Concierto para violonchelo y orquesta en do mayor de Haydn. Actuó de solista el finés Jan-Erik Gustafsson, quien debutaba con la Sinfónica. Dio gusto verlo en acción. Su interpretación, plena de carácter y fuerza, es justo lo que uno espera en una obra de juventud, y máxime tratándose de un compositor al que nunca le abandonó su espíritu juvenil. Asusta pensar que entre el momento de la composición y la recuperación de la obra –en Praga el año 1961– transcurrieron exactamente doscientos años.
La dirección de Pons fue lúcida y decisiva en el éxito del concierto. Dotó a los ritornelli de vida propia y obtuvo de la orquesta un sonido brillante, una precisa entonación y un carácter vitalista que realzó el diálogo con el solista. Al mismo tiempo, consiguió que hubiese unanimidad de fraseo entre el solista y la orquesta. Cabe destacar su interpretación de la indicación Moderato, que define al primer movimiento. En vez de seguirla literalmente, Pons la entendió más en términos de carácter que de velocidad. Hubo el necesario contraste con el Allegro molto final, llevado a un tiempo vertiginoso que puso a prueba las cualidades del solista. En el hermosísimo Adagio llamó la atención que Pons no cargase excesivamente las tintas en la capacidad evocadora de esta música. Gustafsson mostró una gran versatilidad, exhibiendo una gran musicalidad en los dos primeros movimientos y un meritorio virtuosismo en el final. Virtuosismo en absoluto gratuito: al contrario, su técnica estuvo al servicio de una interpretación llena de vitalidad y de humor cien por cien Haydn. Ante esto, ocasionales imperfecciones pasaron a un muy segundo plano. El sonido que Gustafsson extrajo de su instrumento –un Carlo Giuseppe Testore– fue de una gran belleza, a la vez que poderoso y resonante.