Continua Ibermúsica ofreciendo a sus asiduos un elenco de directores clásicos, de esos que han acompañado durante décadas el placer de los melómanos de todo el mundo. Leyendas vivas, podríamos afirmar. Recientemente nos hacíamos eco de los conciertos ofrecidos en Madrid por la Sinfónica de Londres, dirigida por Haitink, y hoy hemos de centrarnos en otra gran orquesta, la Filarmónica de San Petersburgo, dirigida por el sempiterno Yuri Temirkanov. También el programa en esta ocasión contenía obras del repertorio clásico, obras que gustan a todos porque, entre otras cosas, ya nos hemos familiarizado con ellas a fuerza de escucharlas una y otra vez: el Concierto de violín de Brahms y la Cuarta de Tchaikovsky.
A Temirkanov le basta con dirigirse al podio con paso sereno, pero resuelto, para que uno se haga una idea de lo que está a punto de acontecer. Este no va a ser un concierto cualquiera. Antes que él, los músicos ya se han posicionado ordenadamente en el escenario y nos han ahorrado el largo proceso de afinación, pues ya vienen afinados de antemano. Tan sólo unos someros reajustes, un saludo escueto del maestro y comienza a sonar el concierto de Brahms. Las violas y los violonchelos entonan las notas del arpegio de re mayor ascendente y descendente, y en este vaivén ya se anuncia al oyente el continuo zarandeo de las inquietudes de Brahms, porque se adelanta que el respeto al texto va a ser absolutamente fiel.
Los quejumbrosos oboes de San Petersburgo nos conducen a un primer forte de conjunto y éste, a su vez, a unos compases de unísonos cuidadosamente medidos donde los violines presentan el drama contenido en el universo de Brahms, rompiendo la lógica del original compás de tres por cuatro con la acentuación, y alcanzando la cima en el fortísimo redoble del timbal que, enérgico, no desentona por encima del conjunto. Así persiste la introducción orquestal mostrando claramente las texturas instrumentales, pero al cabo de unos compases se asoma la sombra de una duda… ¿no va muy lento este Allegro non troppo?
Efectivamente, el violinista se resiente de esta velocidad y desgarra su instrumento pidiendo más, busca al director, pero este no atiende a sus requerimientos. Aquí comienza el duelo. Sergei Dogadin, que se sabe prodigio, muestra sus destrezas y nos sorprende con el hábil manejo de su instrumento. No se le resiste una sola de las dificultades que Brahms propone y muestra un dominio de la dinámica casi inconcebible, ¡qué formidables pianísimos! Pero al mismo tiempo se percibe un problema con el pulso, y es que el solista mide un poco a su arbitrio y la estructura rítmica se deshace casi por completo. Temirkanov no se comunica con el solista y persiste en el tempo moderado para el allegro, y en el allegro para el adagio, y en esto Brahms, no puede expresar su drama, su tragedia. El concierto se salva del naufragio únicamente por las destrezas del violinista -por lo demás tampoco muy expresivo-, y por la limpia ejecución del director.