Siempre es un acontecimiento un concierto en el que la solista invitada es una leyenda viva, pero aún lo es más cuando esta leyenda, aún después de cuarenta años de carrera ininterrumpida, mantiene el mismo nivel de maestría instrumental y de respeto por los compositores cuyas obras interpreta. Anne-Sophie Mutter es un claro ejemplo de esta singularidad, y por eso hemos acudido a esta cita ineludible en el Auditorio Nacional, una sala que, por cierto, y como era de esperar, estaba llena hasta los topes. No nos extraña, porque el concierto que venía a interpretar es el de Brahms, aquel que ya grabó en 1982, y con el que ha conmovido al respetable en todos los escenarios de este mundo.
La violinista, desde luego, no ha perdido un ápice de su carácter. Entró con semblante serio y en cierto modo autoritario, prefigurando que los próximos cuarenta minutos no iban a ser tarea relajada. Antes de que la orquesta sugiriese las primeras notas, ya había introducido el tono agitado y dramático que caracteriza al compositor alemán. Sin embargo, la orquesta no presentó el material temático con intensidad, sino más bien con una cierta laxitud en el tempo y la entonación. No queremos decir que esto sea impropio, pero sí que daba la impresión de no ser del agrado de la solista, cuyo gesto parecía siempre exigir más intensidad. El contraste de velocidad entre la introducción orquestal y la primera intervención solista dejó entrever que tal vez había alguna discrepancia en eso de unificar criterios. Estos cambios bruscos de velocidad se percibieron, además, en más de una ocasión a lo largo de toda la obra, produciendo los inevitables desequilibrios entre solista y orquesta. En cualquier caso, la formación parecía responder a los mandatos del director, por más que Anne-Sophie Mutter se esforzara en marcar las entradas aquí y allá.
Tanto si había desacuerdos como si no, el caso es que la ejecución de la violinista alemana resultó deslumbrante y sobrecogedora en todo momento. A estas alturas, probablemente, no se aportaría mucho de nuevo apuntando una vez más que la ejecución técnica de los pasajes más audaces por su velocidad o por la presentación de notas dobles resultó impecable. Lo más destacable, sin duda, fue la comunión con la música de Brahms, y la transmisión del sentir desesperado y atormentado, en ocasiones también nostálgico y reflexivo. El sonido y la declamación del violín en el Adagio fue probablemente el momento más álgido, inolvidable, de todo el concierto, aún cuando las trompas erraron notablemente en el diálogo musical. Reconozcamos, por otro lado, el mérito al oboe y al fagot al inicio de este maravilloso Adagio.