Con un montaje con pocos cambios respecto al que se pudo ver este verano en El Escorial, Albert Boadella llevó a los Teatros del Canal una versión del Don Carlo con pretensiones de verosimilitud histórica por un lado, y con la idea de trastocar el sentido último del drama sin mover una sola coma del texto, por el otro. El primer objetivo era complicado: los códigos internos que maneja la ópera no se llevan bien con la coherencia temporal (la trama no ha de ser real sino parecerlo), y sólo gracias a la música entendida como argamasa íntima se mantienen en ocasiones edificios argumentales disparatados y sus arquitecturas efímeras o anacrónicas. La segunda pretensión, la de cambiar el sentido de lo que se dice, resulta mucho más interesante a nivel actoral y requiere de un buen despliegue de imaginación y capacidad para la concretar lo metafórico.
El resultado es que Boadella pretende rehacer cada vínculo entre personajes tomando como llave maestra la locura de Don Carlo, un Don Carlo devastado por las taras físicas y por los fantasmas que su propia mente articula. Así visto, el dúo de amor entre Carlos e Isabel de Valois se resignifica al modificarse el equilibrio jerárquico entre sus personajes: Carlos siente amor; Isabel, lástima. De igual modo, el vínculo entre Felipe II y su hijo se humaniza, y la figura de este último gana en complejidad al proyectarse la idea de una cierta sabiduría regia, lejos de condenarlo a ser un remedo de Otello del siglo XVI. La escenografía que respalda este discurso es muy parca, pero adecuada para el tipo de escenario que es la Sala Roja. Toda la trama se convoca en un tablero cuadrangular e inclinado con intenciones de ajedrez y sobre el que se sitúan elementos simbólicos. El ingenio funciona en la medida en la que lo hace la música, quedándose corto en el plomizo primer acto pero ajustándose a lo requerido en los restantes. El vestuario estuvo felizmente cuidado y fue respetuoso con la época, aunque en el movimiento escénico resultaba un punto aparatoso.
Musicalmente se optó por una distribución inédita de los elementos que conforman este puzle irresoluble que es el Don Carlo, aunque basada primordialmente en la edición de Milán, con algunos añadidos y retoques, y un auto de fe bastante mutilado. Esto ocasionó ciertas lagunas o incoherencias, que conviertieron, por ejemplo, el comportamiento de la princesa de Éboli en poco más que un capricho infantil. El reparto era otro de los reclamos del espectáculo: se apostaba por un reparto íntegramente español y de garantías, a medio camino entre lo honesto y lo cumplidor. Este reelaborado Don Carlo lo encarnaba Eduardo Aladrén, un tenor con facilidad para el agudo y que resolvió las dificultades con aplomo. Fue mejor en lo vocal que en lo actoral, donde algunos de los histrionismos que exigía su personaje resultaron desconcertantes. El papel de Felipe II fue para Simón Orfila, de rendimiento sobresaliente y gran caudal de voz. Su inolvidable aria "Ella giammai m’amò!", una de las cimas creativas de Verdi, fue interpretada con gran inteligencia escénica, primando el componente emotivo y evitando así los habituales desbordamientos de voz que provocan los saltos melódicos. El terceto de protagonistas masculinos se completaba con el Posa de Damián del Castillo, más humilde en sus rendimientos vocales que sus compañeros pero siempre con nivel suficiente.