El programa brahmsiano que nos ofreció la Sinfónica Nacional estuvo conformado por cuatro obras que fueron compuestas en un periodo de la vida de Brahms (aprox. 1870 a 1880) en el que ya estaba bien asentado como compositor, era reconocido, sus obras eran objeto de atención de músicos y críticos que las comentaban para bien y para mal, y ya no pesaba sobre él la “profecía” de Schumann (“El elegido ha llegado: su nombre es Johannes Brahms”), entre otras razones por la buena recepción del Requiem alemán, obra que para muchos es la más importante. También en esos años, después de una larga gestación y muchas batallas interiores, terminó la muy esperada primera sinfonía y eso definitivamente le quitó de encima el peso de la expectativa. Para muchos la profecía se había cumplido, para otros había sido un desatino, pero lo cierto es que para entonces Brahms había dejado de ser una joven promesa.
En este contexto, aunque no en orden cronológico, inició el recorrido con la festiva Obertura académica, esa especie de collage de canciones estudiantiles compuesta por Brahms con motivo del doctorado Honoris causa que le otorgó la universidad de Breslau. Aquí la orquesta arrancó motores con seguridad y consiguió un interesante y muy controlado cambio de matices y carácter según iban apareciendo los múltiples temas, aunque no siempre se mostró cómoda con los cambios rítmicos.
A este número siguió una obra fuera del programa, anunciada al inicio del concierto: el Motete, Op.74, núm. 1. Para esta muy agradable sorpresa a capela, James Burton, reconocido director de coros, hizo despliegue de toda su magia, consiguiendo un muy buen ensamble de las voces y una agradecida claridad de las líneas melódicas de ese tejido contrapuntístico. Después de este bonus volvió la orquesta y se amplió el coro para emprender el viaje por la Canción del destino. En la audición, y visión, en vivo de obras de esta naturaleza se puede distinguir claramente la diferencia entre un director de coros que además dirige orquestas y un director de orquesta que además dirige coros. Así, después de una emotiva y muy bien construida introducción la orquesta, el director giró su atención al coro y con claridad didáctica armó cada palabra y cada línea melódica para crear un discurso con mucho sentido (a lo que definitivamente ayudó el puntual supertitulaje). Cuando hay texto, la música existe en función de las palabras, les da un ropaje característico, y en este caso la orquesta fue un muy buen soporte.