Desde que Robert Carsen estrenara su versión de Orfeo ed Euridice en Toronto (2011), la prensa ha alabado una y otra vez su sencillez. Es decir, ha destacado la economía de medios empleada en la puesta en escena, o, lo que llega a ser su sinónimo, un socorrido minimalismo. Sin embargo, es cierto que el escenógrafo sólo se apoya en los cuatro elementos aristotélicos: tierra, agua, aire y fuego, pero también es verdad que están impregnados de un simbolismo tan marcado que su aparición apunta a la ritualización del título que firmaran Calzabigi y Gluck.
Escena de Orfeo ed Euridice en Les Arts
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts
En la liturgia que elabora Carsen el componente principal es la tierra. Una tierra, con más grava y guijarros que arena, que cubre los cadáveres o alberga a las furias y espectros. Una región, al fin y al cabo, a la que se entra y de la que se sale. Le sigue en importancia el éter. Un espacio acomodado al ciclorama que sirve de telón trasero sobre el que se proyecta una luz fría cuando Orfeo está en escena y un cielo amarillento cuando aparece Amor. En él se refleja la sombra de los protagonistas y sirve de fondo en esa suerte de boda hebrea en la que se convierte la danza final. Incluso el sudario de Eurídice muda en el talit o chal que se emplea en esta ceremonia. Por último, el fuego, que calienta y ayuda a salir de la oscuridad, sea física o intelectual, se convierte en agua que limpia las impurezas. Un universo que encaja con el otro parámetro aristotélico sobre el que viraron los autores a medidos del XVIII: la unidad de acción. El drama se cuenta de principio a fin sin rodeos. Ni ellos, ni Carsen, divagan. Tampoco los cantantes se prestan a espurias exhibiciones ni a “gargarismos musicales”. Y, a modo de moraleja, se premia la lealtad y la integridad del protagonista, porque muestra su bondad natural –aquí retumba uno de los argumentos del Emilio de Rousseau, publicado el mismo año que el del estreno vienés de la ópera, 1762. Y, en el fondo, la razón de Orfeo es su amor por Eurídice.
Francesca Aspromonte (Euridice), Carlo Vistoli (Orfeo)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts
En la parte musical el mando lo tuvo Gianluca Capuano, quien se compenetró tanto con la partitura de Gluck, como con la intención de Calzabigi-Carsen. Por ejemplo, sembró de pausas el último acto como para que el espectador asimilara paulatinamente el desenlace, y, cuando la música tuvo que subrayar algún afecto, lo hizo con intención. También al final, mientras Eurídice declara: “tiemblo, vacilo y siento/vibrar mi corazón/con doloroso palpitar/a causa de la angustia y el terror”, la música se aceleró dando un respingo. El director jugó con la tímbrica equiparándola con la bella iluminación de Carsen y Van Praet. No sonaron igual las arias de Orfeo, más oscuras, que las de Amor, más luminosas y chispeantes. Instrumentos como los timbales, las flautas, los oboes, las trompetas y las trompas contribuyeron a que la orquesta funcionara como un conjunto historicista, a pesar de no serlo. La cuerda sin vibrato resultó precisa y recia en la sonorización del inframundo; liviana y volátil en los Campos Elíseos. El conjunto instrumental interno fue diáfano en su papel de eco y deliciosas las parejas de oboes y de flautas, y el arpa.
Carlo Vistoli (Orfeo) y Cor de la Generalitat Valenciana
© Miguel Lorenzo | Les Arts
El contratenor Carlo Vistoli encarnó a un doliente Orfeo, matizadísimo en todos los aspectos y, en consonancia con lo dicho antes, tornasolado en lo vocal a demanda de la expresión. El aria “Che farò senza Euridice” le salió tan natural como emocionante —muy bien cantada—. Capuano le ayudó dotando de renovado interés la tercera repetición. Esta es otra de las innovaciones que aportó Gluck al no escribir un aria da capo al uso. Francesca Aspromonte mostró solidez, bonito color y equilibrado balance. Elena Galitskaya, sonido ligero y grácil, y gran habilidad actoral. El Cor de la Generalitat se mostró a sus anchas en el estilo. La danza, otro de los componentes fundamentales del título, también apareció sublimada en diferentes series de movimientos preparados al milímetro. La acción, en general, fue puro teatro.
En definitiva, brillante ejecución de una de las piedras miliares del género y otro jalón para Les Arts en la era de Jesús Iglesias Noriega.
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