Definitivamente, algo ha cambiado en el Palau de la Música de Valencia cuando durante el estreno de Orbes, quasi una passacaglia, de Carlos Fontcuberta, el público no se movió de sus asientos. Esta actitud era impensable tan solo hace unos años, puesto que lo habitual era que un reguero de espectadores abandonara la sala. Entre los factores que han permitido normalizar la presencia de la creación reciente en los conciertos de abono se encuentra la frecuencia con la que se incluyen este tipo de obras —aunque se sigan enmascarando con páginas tan complacientes como las escuchadas esta tarde y sean las más aplaudidas—, la instauración de la figura de compositor residente y, en este caso, la calidad del estreno.
Orbes, quasi una passacaglia, es una partitura bien armada. Su estructura permite que el oyente mantenga la atención durante sus más de veinte minutos de duración y el minucioso trabajo tímbrico que la viste propicia que se disfruten sus cualidades sonoras: densidades, texturas, planos, contrastes, combinaciones, tensiones y distensiones, en su mayor parte delicadísimas y contenidas, pese a la masa instrumental que requiere. Fontcuberta pertenece a esa corriente de compositores que construyen sus propuestas desde el sonido mismo y no desde el desarrollo orgánico de células temáticas que da lugar a estructuras sintácticas más complejas, como lo pudieran ser los románticos que completaron el programa. Aquí lo que cuenta es la habilidad en el modelado de la materia prima y cómo esto afecta al oyente. De esto el compositor sabe un rato y, además, contó con la atenta y empática cooperación de Alexander Liebreich y la Orquesta de Valencia.
A la precisión del gesto del director correspondieron los músicos con compenetración y empaste, para completar juntos un itinerario sonoro y emocional que pasa por ocho núcleos orbitales o mundos, sin ninguna intención programática. El origen de cada uno de ellos es un objeto sonoro —asimilable a lo que sería un acorde en el lenguaje armónico tradicional— inspirado en las ocho notas que inician la Passacaglia, op. 1, de Anton Webern. Este conjunto de “entidades sonoras”, en palabras del propio autor, forma un ostinato reconocible a lo largo de la obra y, por ende, da lugar a las ocho partes —orbes— en las que sin solución de continuidad se estructura: Gea, de duraciones dilatadas y tiempo expandido sobre sonoridades graves y oscuras; Eolia, volátil, de sonoridades aflautadas y masas que se desplazan; en Thasalia se estilizan los motivos ondulantes de “Marina”, primer movimiento de Finestres, concierto para piano y orquesta del propio Fontcuberta, comentado aquí en su día; Prometeo es dinámico; Sol, luminoso y refulgente; Venus presenta un aura wagneriana (toma como referente la armonía de la música del Venusberg de Tannhäuser) y dos cálidos clarinetes desplegaron un solo sensual sobre el titilar de arpa y celesta; Babel es mecánico y políglota musicalmente hablando, ya que en él se acumulan citas de diferentes compositores hasta llegar al paroxismo, y, finalmente, Boreas se mostró gélido e ingrávido.