A estas alturas, a nadie le sorprende el uso de determinados recursos y la lectura versificante que busca Romeo Castellucci, incluso si de ello depende la excepcionalidad de la obra. El impacto visual es la piedra angular de cada una de sus producciones, y a través de lo enigmático, lo críptico y lo simbólico de su puesta en escena, Castellucci promete un collage de sensaciones de diferentes matices. El vanguardista italiano parte del Requiem de Mozart –principalmente, uniéndolo con otras obras del autor– iniciándonosla un viaje evocando el eterno retorno: entre claros, coloridos y oscuros, esta acción teatral (que no escenificación, tal y como incidió el autor ya en su estreno del 2019) deshace el cíclico recorrido de la existencia humana, hecha a base de creaciones y destrucciones, donde la vida y la muerte se abren paso por igual.
Una reflexión que celebra los tránsitos, sin dejar de entonar un origen primigenio de donde nace todo: la contemplación de la muerte de una persona mayor, el paso de la juventud entre el tiempo, el descubrimiento a través de la infancia, hasta llegar al llanto inaugural de la vida por un bebé. Y vuelta a empezar. Este Requiem es una propuesta simbólica en su plenitud, de expresión dramática y vocal, despojándose del lamento fúnebre que originalmente acompaña a la pieza, convirtiéndola en un canto a la vida.
La belleza plástica es uno de los resortes clave; el tratamiento de la muerte concebido deja atrás lo sombrío para presentar un escenario plagado de colores que van apareciendo paulatinamente en las paredes blancas que los constituyen, efecto dado por la mano de los coristas y figurantes en escena. Lo cerimonioso constituye también una de las bases de esta obra, que pese a dejar atrás funciones litúrgicas, sí le acompaña una sobrante sensación ritualista a través de cuadros escénicos que representan la fragilidad de la vida humana.
Un niño jugando con una calavera, un coche siniestrado que recrea una y otra vez la muerte de todo el grupo actoral, el plantío de árboles en primavera, una fecha de un día, un mes y un año como otra cualquiera, un mural repleto de ceniza. Aquella de la que provenimos y a la que nos dirigimos. La intencionalidad dramática se esconde en la abstracción –a primera vista– de una retahíla de simbologías, que subyacen bajo el “Atlas de las Extinciones” (una sucesión de pérdidas existenciales a lo largo de la historia proyectada en escena; desde la extinción de los dinosaurios hasta la de la playa de la Barceloneta), siendo una muestra más que se añade al ritmo cíclico de Castellucci.