Uno de los grandes alicientes de la presente temporada de la Sinfónica de Galicia ha sido impulsar al máximo la participación de orquestas visitantes. Algo habitual con la Real Filharmonía de Galicia; este año hemos disfrutado de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, en el presente programa de la Sinfónica del Principado de Asturias y pronto de la Orquesta Nacional de España; todas con exigentes programas que ejemplifican el excelente nivel que atesoran las agrupaciones sinfónicas españolas.
En comparación con su visita del año pasado, en la cual había abordado un repertorio clásico, la OSPA ofreció un repertorio romántico que requirió una plantilla más amplia. Llegada el mismo día del concierto, tuvo que adaptarse en escasas horas a la complicada acústica del Palacio de la Ópera. No resultó un problema pues los músicos proyectaron un sonido compacto y equilibrado, sin que ninguna sección sobresaliese por encima de las demás.
Arrancó la noche con la tópica Romeo y Julieta de Tchaikovsky, tan escuchada que sólo una interpretación excepcional puede maravillar al oyente mínimamente avezado. No fue el caso. En parte pesó que fuese el primer contacto de la orquesta con la sala ocupada, pero tampoco ayudó la concepción de Ari Rasilainen, quien planteó una versión cerebral, tan correcta como poco conmovedora, sin transmitir la pasión y el drama que caracterizan esta música. Hasta los estremecedores pasajes de las cuerdas que preceden a la coda sonaron distantes y superficiales.
Todo cambió con la entrada del armenio Narek Hakhnazaryan. Medalla de oro en el Tchaikovsky de Moscú, atestiguamos las razones de tan señalada distinción. Para compensar la brevedad del concierto de Saint-Saëns, lo preludió con El cisne, el cual permitió calibrar muchas de sus virtudes; entre otras un maravilloso legato sobre el que sustenta un impecable sentido melódico, mágico en las transiciones. Un auténtico deleite. El Concierto para chelo núm. 1, de Saint-Saëns, es una obra que siempre deja una sensación ambivalente. Su inmensa inventiva temática y su complejidad armónica, no compensan la ausencia de fuerza dramática, típica de la obras de sus grandes contemporáneos. Parecía misión imposible para Hakhnazaryan transportarnos con esta música, sin embargo, la interpretación fue abrumadora de principio a fin, gracias a una técnica prodigiosa: sólida en la mano izquierda y en el arco, un muy grato control del vibrato y una afinación precisa. A esto hay que añadir una inmensa expresividad musical que permitió multiplicar la belleza y emoción de esta obra. El único pero sería el sonido, no excesivamente poderoso, imagino que insuficiente para la inmensidad del Palacio de la Ópera, aunque a juzgar por la entusiasta respuesta del público bien pudo no ser así. Como propina, una pieza fetiche del compositor, directamente vinculada al drama de su nación, la Lamentatio de Giovanni Sollima, desbordante tanto en emociones como en dificultades técnicas.