El tan esperado año ha llegado. Estamos en 2020 y nosotros, el Belcea Quartet, lo dedicaremos exclusivamente al hombre cuya música nos conmueve, provoca, desafía e inspira más que ninguna otra. Para nosotros Beethoven es una pasión devoradora. Es la razón principal por la que somos un cuarteto de cuerda.
Para cada uno de nosotros, escuchar un cuarteto de Beethoven por primera vez fue un punto de inflexión. En la actualidad, muchos años después, intercambiamos recuerdos, sorprendentemente similares, acerca de como vagamos por nuestra adolescencia escuchando incansablemente a Beethoven en los auriculares (pertenecemos, después de todo, a la generación del Walkman).
Recuerdo cuando descubrí el Op.131 por vez primera en la grabación del Alban Berg Quartet en EMI. Me resultó tan humano, tan triste, tan singular y delicado y a la vez heroico, que escucharlo se convirtió en la manera más poderosa de contemplar la vida humana. Muchos años después me enteré que para Antoine, nuestro chelista, fue la escucha de esta misma pieza la que le instó a formar parte algún día de un cuarteto de cuerda.
La primera vez que interpretamos y grabamos el ciclo completo de cuartetos de Beethoven fue hace ocho años y recuerdo que sentíamos como un mareo cuando nos acercábamos al final de aquella temporada. No sé si existe algún tipo de paralelismo, pero a mí me parece, por lo que he leído, que los montañeros que ascienden el Himalaya les acompaña una sensación similar: un sentimiento de profundo autodescubrimiento tras haber superado un reto titánico combinado con las imponentes vistas y el aire enrarecido, en una especie de éxtasis.
No cabe duda que, desde entonces, estábamos deseando volver a repetir la experiencia. Hace ocho años quedamos intoxicados de la carga emocional de Beethoven. Disfrutamos enormemente leyendo esas partituras de la manera que mejor pudiera expresar todas esas emociones extremas. Nos encantaba el cortejo de caracteres bizarros que saltaban de las páginas de los cuartetos: el jocoso, el aterrador, el misterioso, el surrealista. Pasamos horas hablando de ellos y tratando distintas manera de reproducirlos. Ya desde los tempranos cuartetos del Op.18 (el Adagio affetuoso ed appassionato del Op.18/1 y La Malinconia del Op.18/6), hasta el terremoto en el comienzo del Op.95, Beethoven se adentra en territorio ignoto: estados emocianales tan profundamente personales y perturbadores que nos parecía que solo podían funcionar ante un acercamiento al mismo nivel personal.
Había veces que, tras diversas aproximaciones, llegábamos a la conclusión de que nuestra comprensión de la notación era sencillamente demasiado literal como para hacer justicia al contenido, y que para leer una partitura de Beethoven, hay que ir más allá de las “puntitos de la página”. Un ejemplo muy claro fue el cierre de la Gran fuga - el viaje monumental desde los límites del caos y la violencia al final triunfante de los mejores seres humanos. Un mero acorde de negras al final del mismo parecía algo débil e inadecuado en la primera edición de la grabación. Tras muchas discusiones y ensayos, decidimos volver sobre ese gesto final en nuestra siguiente visita al estudio (que era para otra parte del ciclo diferente), y darle más espacio y amplitud que antes. Nos pareció una buena solución en aquel momento. ¿Cómo será cuando revisitemos la obra esta vez? Pronto lo sabremos…
El Op.130 (cuando culmina con el movimiento final original la Gran fuga) resulta un ejemplo especialmente sorprendente de la determinación de Beethoven de romper cualquier barrera en busca de su verdad más íntima. Parece que es un ejercicio deliberado de desunión, cada movimiento, más alejado de lo que le rodea que el anterior, formando una especie de suite desordenada. Pero nada de esto nos prepara para lo que viene después de que la sublime Cavatina exhale su último aliento: la explosión nuclear de la Gran fuga. Hace unos años decidimos montar nuestra propia respuesta a esto, quizá la más extrema de las provocaciones de Beethoven, creando un programa titulado “Beethoven en misteriosa compañía”. Intercalamos entre los movimientos del Op.130 música de otros compositores, que para nosotros, tenía sentido. El público no sabía cuáles eran estas piezas adicionales hasta el final del concierto (que duraba una hora y media). La música que incluimos en el cuarteto de Beethoven era muy posterior, alguna incluso bastante reciente. Ambos caminos debían reflejarse mutuamente. Y aún así, estoy convencido de que cuando llegaba la Gran fuga al final del concierto, sonaba siempre como la pieza más vanguardista de toda la velada.