El tan esperado año ha llegado. Estamos en 2020 y nosotros, el Belcea Quartet, lo dedicaremos exclusivamente al hombre cuya música nos conmueve, provoca, desafía e inspira más que ninguna otra. Para nosotros Beethoven es una pasión devoradora. Es la razón principal por la que somos un cuarteto de cuerda.

Krzysztof Chorzelski
© Marco Borggreve

Para cada uno de nosotros, escuchar un cuarteto de Beethoven por primera vez fue un punto de inflexión. En la actualidad, muchos años después, intercambiamos recuerdos, sorprendentemente similares, acerca de como vagamos por nuestra adolescencia escuchando incansablemente a Beethoven en los auriculares (pertenecemos, después de todo, a la generación del Walkman).

Recuerdo cuando descubrí el Op.131 por vez primera en la grabación del Alban Berg Quartet en EMI. Me resultó tan humano, tan triste, tan singular y delicado y a la vez heroico, que escucharlo se convirtió en la manera más poderosa de contemplar la vida humana. Muchos años después me enteré que para Antoine, nuestro chelista, fue la escucha de esta misma pieza la que le instó a formar parte algún día de un cuarteto de cuerda.

La primera vez que interpretamos y grabamos el ciclo completo de cuartetos de Beethoven fue hace ocho años y recuerdo que sentíamos como un mareo cuando nos acercábamos al final de aquella temporada. No sé si existe algún tipo de paralelismo, pero a mí me parece, por lo que he leído, que los montañeros que ascienden el Himalaya les acompaña una sensación similar: un sentimiento de profundo autodescubrimiento tras haber superado un reto titánico combinado con las imponentes vistas y el aire enrarecido, en una especie de éxtasis.

No cabe duda que, desde entonces, estábamos deseando volver a repetir la experiencia. Hace ocho años quedamos intoxicados de la carga emocional de Beethoven. Disfrutamos enormemente leyendo esas partituras de la manera que mejor pudiera expresar todas esas emociones extremas. Nos encantaba el cortejo de caracteres bizarros que saltaban de las páginas de los cuartetos: el jocoso, el aterrador, el misterioso, el surrealista. Pasamos horas hablando de ellos y tratando distintas manera de reproducirlos. Ya desde los tempranos cuartetos del Op.18 (el Adagio affetuoso ed appassionato del Op.18/1 y La Malinconia del Op.18/6), hasta el terremoto en el comienzo del Op.95, Beethoven se adentra en territorio ignoto: estados emocianales tan profundamente personales y perturbadores que nos parecía que solo podían funcionar ante un acercamiento al mismo nivel personal.

Belcea Quartet
© Marco Borggreve

Había veces que, tras diversas aproximaciones, llegábamos a la conclusión de que nuestra comprensión de la notación era sencillamente demasiado literal como para hacer justicia al contenido, y que para leer una partitura de Beethoven, hay que ir más allá de las “puntitos de la página”. Un ejemplo muy claro fue el cierre de la Gran fuga - el viaje monumental desde los límites del caos y la violencia al final triunfante de los mejores seres humanos. Un mero acorde de negras al final del mismo parecía algo débil e inadecuado en la primera edición de la grabación. Tras muchas discusiones y ensayos, decidimos volver sobre ese gesto final en nuestra siguiente visita al estudio (que era para otra parte del ciclo diferente), y darle más espacio y amplitud que antes. Nos pareció una buena solución en aquel momento. ¿Cómo será cuando revisitemos la obra esta vez? Pronto lo sabremos…

El Op.130 (cuando culmina con el movimiento final original la Gran fuga) resulta un ejemplo especialmente sorprendente de la determinación de Beethoven de romper cualquier barrera en busca de su verdad más íntima. Parece que es un ejercicio deliberado de desunión, cada movimiento, más alejado de lo que le rodea que el anterior, formando una especie de suite desordenada. Pero nada de esto nos prepara para lo que viene después de que la sublime Cavatina exhale su último aliento: la explosión nuclear de la Gran fuga. Hace unos años decidimos montar nuestra propia respuesta a esto, quizá la más extrema de las provocaciones de Beethoven, creando un programa titulado “Beethoven en misteriosa compañía”. Intercalamos entre los movimientos del Op.130 música de otros compositores, que para nosotros, tenía sentido. El público no sabía cuáles eran estas piezas adicionales hasta el final del concierto (que duraba una hora y media). La música que incluimos en el cuarteto de Beethoven era muy posterior, alguna incluso bastante reciente. Ambos caminos debían reflejarse mutuamente. Y aún así, estoy convencido de que cuando llegaba la Gran fuga al final del concierto, sonaba siempre como la pieza más vanguardista de toda la velada.

Ahora que nos embarcamos en el proceso de volver a estas obras, me pregunto cómo cambiará nuestra visión de las mismas con el tiempo. A grandes rasgos, creo que somos más conscientes de la arquitectura que contiene todas las emociones que amamos tanto de estas piezas.

Un buen ejemplo de esta nueva dirección es el Heiliger Dankgesang del Op.132 –la contemplación de lo divino por parte de Beethoven. Un aspecto que se nos reveló en esta ocasión más claramente que antes es la transfiguración del canto de gratitud a través de sus dos consiguientes reencarnaciones. En la primera, el cantus firmus flota hacia el espacio mientras las otras voces susurran entre sí sobrecogidas. Cuando aparece de nuevo se une a las otras voces en un contrapunto de una serenidad absolutamente mística. El darnos cuenta de esta transformación nos acercó mucho más a la pieza y a la sublime descripción de la relación entre el hombre y lo Divino.

Otro ejemplo de cambio en nuestra apreciación está en el Scherzo del Op.135. Beethoven puso la indicación Vivace y siempre nos sorprenden todas sus peculiaridades: el unísono reiterativo y fuera de lugar en el mi bemol, las repentinas modulaciones que revolucionan la maquinaria hasta los salvajes saltos en el primer violín frente a la mecánica repetición de un motivo corto de cinco notas en las cuerdas graves, el hilarante descenso –una deconstrucción sostenido a sostenido y el unísono en sol que se desliza grácilmente en la recapitulación. Era tan estimulante penetrar este paraje surrealista sin siquiera poder recuperar el aliento. Al volver sobre ello recientemente, encontramos la indicación metronómica que Beethoven indicó a Karl Holz, su buen amigo y violinista del Cuarteto Schuppanzigh. ¡Es increíblemente lento! Nos resultaba inimaginable seguir la indicación a pies juntillas, sin embargo, arroja una luz completamente distinta sobre la pieza. Vivace, después de todo, es para describir el carácter más que indicar que la velocidad. Desde entonces nuestra visión de este movimiento ha virado hacia una escena que es más terrenal y rústica en temperamento… y posiblemente más próxima al enigmático final del cuarteto.

Belcea Quartet
© Marco Borggreve

Nuestras vidas no son suficientes para demostrar la profundidad de estas dieciséis maravillas musicales. No hay ningún otro compositor con el que nos sintamos cautivados hasta tal punto. Beethoven es brusco y descarado y sigue abriendo nuevos horizontes ante nosotros. Puso en tela de juicio todo lo que heredó para descubrir una nueva libertad de expresión, libre de dogmas y sin dar nada por sentado. Su lenguaje está arraigado fuertemente en las tradiciones, pero también es la de llama de la modernidad: la nueva era en la que el hombre está solo.

Por consiguiente, la cuestión a la que nos enfrentamos aquí es, no tanto si Beethoven sigue siendo trascendente para nosotros, cuanto si nosotros estamos a su altura.

Krzysztof Chorzelski es el viola del Belcea Quartet. Desde la temporada 2017/2018 el Belcea Quartet es el Quartet Artist-in-Residence en la Pierre Boulez Saal Berlin. El cuarteto ha compartido la residencia en el Wiener Konzerthaus con el Artemis Quartet desde 2010. Haga clic aquí para ver los próximos conciertos del Belcea Quartet.

Traducido del inglés por Katia de Miguel